En Argentina, el debate acerca de la inflación sigue siendo motivo de discusiones que han dado lugar a todo tipo de especulaciones. A pesar de que resulta un tema complejo y de relevancia socio-económica, muchas veces se habla de la inflación con poco afecto al rigor técnico que merece. Es común escuchar juicios personales, domésticos e institucionales; al mismo tiempo, diversas fuentes de información no oficiales proporcionan cifras estimativas pero basadas en metodologías no siempre muy claras.
En el centro mediático del debate se encuentra la crítica permanente de algunos sectores que ponen en duda las estadísticas oficiales confeccionadas por el Indec, denunciando la manipulación de datos y su consecuente falta de credibilidad acerca de los indicadores más relevantes que describen la marcha de la economía.
Es por eso que resulta de gran utilidad volver a refrescar algunos conceptos para separar el ruido de las nueces, con la mirada puesta en el interés nacional y en la construcción del bien común con base en la confianza entre los argentinos.
En primer lugar, la inflación es el incremento continuo y generalizado de los precios de los bienes y servicios de una economía; continuo, por cuanto se registra sostenidamente a lo largo del tiempo, y generalizado porque afecta a todos los precios. En otras palabras, un aumento de algunos precios provocado por un hecho específico, en un momento determinado, no puede ser considerado inflacionario.
En la Argentina, como en cualquier país, medir la inflación es una cuestión muy compleja que merece rigurosidad no sólo estadística sino teórica; desde allí que los índices que se utilizan para medir la evolución de algunos precios relevantes son sólo indicadores o estimaciones de la tasa de inflación. Por lo tanto, es un error conceptual decir que la inflación está medida sólo por un determinado índice, sea confeccionado por el Indec o por otra entidad.
Una aproximación más fiable es aquella que surge de analizar un conjunto de indicadores referidos a los precios más relevantes de la economía; por ejemplo, el Índice de Precios al Consumidor (IPC), el Índice del Costo de Vida (ICV), el Índice de Precios Internos al por Mayor (IPIM), el de Precios Internos Básicos al por Mayor (IPIB), el de Precios Básicos del Productor (IPP), el del Costo de la Construcción (ICC), así como otros precios clave como los salarios, los tipos de interés y el tipo de cambio.
Sin embargo, cuando se habla de inflación se suele pensar casi de manera excluyente en los aumentos de precios de los productos de consumo masivo y se suele utilizar la variación del Índice de Precios al Consumidor como indicador directo de la tasa de inflación.
Esto acarrea errores de interpretación relevantes, independientemente de la credibilidad que se tenga. Por ejemplo, el IPC mide la evolución de los precios de una canasta fija de bienes consumida por una población de referencia, a diferencia del cambio en el costo que debe asumir una familia para mantener el mismo nivel de bienestar o utilidad, más vinculado con el Índice de Costo de Vida.
Existen ciertos sesgos que dificultan la interpretación del IPC como medida exclusiva de la inflación. Por ejemplo, en un informe elaborado en el Senado de Estados Unidos se identificaron las siguientes fuentes de sesgos: no se considera la sustitución entre bienes que realizan las personas ante variaciones de precios; no se tiene en cuenta el cambio en los lugares de compra o la aparición de nuevos puntos de venta; cambios en la calidad de los bienes y servicios que integran la canasta y no inclusión de nuevos bienes que surgen en la economía.
Además, los índices de precios al consumidor son calculados como un promedio ponderado de índices de precios individuales donde el ponderador es proporcional al gasto total de cada familia. Por lo tanto, las familias que realizan un mayor gasto (generalmente las de mayores ingresos) tienen un peso mayor; esto se denomina “sesgo plutocrático”. En otras palabras, las familias más ricas tienen un mayor peso en el índice, por lo que el IPC subestima el efecto de aquellas políticas económicas que buscan cuidar que no se encarezcan los artículos más necesarios.
Otra debilidad del IPC como indicador de la inflación nacional tiene que ver con su aplicación geográfica, ya que los datos relevados corresponden a muestras en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y 24 partidos del Gran Buenos Aires. Frente a esta cuestión, podría decirse que el IPC se complementa por los índices de precios al consumidor que se confeccionan en las oficinas de estadísticas de cada provincia; sin embargo, existen importantes diferencias metodológicas y de relevamiento de datos que condicionan seriamente la agregación de los indicadores provinciales.
Es evidente que hace falta revisar algunos aspectos metodológicos a fin de mejorar la calidad del sistema para estimar la inflación en Argentina, pero no es la única cuestión que hace a la credibilidad de las estadísticas.
Más allá de los aspectos técnicos, es necesaria la participación de distintos sectores en la construcción de las estadísticas. Aun reconociendo las cuestiones políticas y el interés de los diferentes sectores (que existen en toda sana democracia), es crucial una convocatoria abierta para la discusión y el trabajo comprometido hacia la construcción de indicadores que sean validados por el conjunto.
Las iniciativas tendientes a construir un nuevo IPC, de alcance nacional, más representativo y que supere los principales sesgos metodológicos, deben apoyarse en la participación crítica y la responsabilidad que cada sector, sea académico, público, privado o gremial, asuma en su desenvolvimiento político.
Lejos del debate mediático y del uso discursivo de esta cuestión, todos los argentinos, cada uno desde el rol que le toca ocupar, tenemos el desafío de contribuir con el proceso de construcción de información útil y precisa para mejorar el conocimiento acerca de la inflación y asumir en términos del conjunto un compromiso con la verdad.