Un amigo me lo ha puesto en blanco sobre negro: “Mirá cómo estará nuestra sociedad para que Cacho Parlante proponga, desde la extrema izquierda, apenas gravar con el impuesto a los Ingresos Brutos a las multinacionales exportadoras de cereales”. Es cierto. Lejos de las otrora declamadas expropiaciones revolucionarias, hoy pareciera que la izquierda se conforma en materia económica, que es como decir lo medular de su planteo, con muy poco, pareciendo incluso que su discurso queda a la derecha de lo que la Iglesia pregona en esas áreas del quehacer humano, desde León XIII hasta el actual sucesor del apóstol Pedro.
De todas formas, la propuesta señalada no deja de revestir importancia. En efecto, si cualquier monotributista que pretende abrir un pequeño negocio debe tributar Ingresos Brutos, tenga o no ganancias, exigir igual carga tributaria a las multinacionales por cuyos puertos y en cuyos barcos se exporta buena parte de la riqueza nacional, más que una propuesta alocada de una izquierda trasnochada parece algo de estricta justicia y no quedan muy en claro los motivos por los cuales no se promueve tal reforma por representantes de otras fuerzas políticas que alcanzan la representación parlamentaria.
El mercado no es un dios
Ahora bien, si se compara semejante propuesta “revolucionaria” que en materia económica exhibe hoy la izquierda pura y dura, con lo que desde León XIII hasta Francisco propone la Iglesia en aspectos económico-financieros, es posible que los referentes de aquélla queden ubicados incómodamente a la derecha de los papas.
En 1891 León XIII, en su carta encíclica Rerum Novarum, expresó que “es urgente proveer de la manera oportuna al bien de las gentes de condición humilde, pues es mayoría la que se debate indecorosamente en una situación miserable y calamitosa ya que, disueltos en el pasado siglo, los antiguos gremios de artesanos, sin ningún apoyo que viniera a llenar su vacío, desentendiéndose las instituciones públicas y las leyes de la religión de nuestros antepasados, el tiempo fue insensiblemente entregando a los obreros, aislados e indefensos, a la inhumanidad de los empresarios y a la desenfrenada codicia de los competidores”. Es decir que para León XIII era claro, ya a fines del siglo XIX, que había una mayoría groseramente explotada por una minoría acaudalada, pero el pontífice fue más allá y señaló una, entre muchas, de las causas para que sucediera semejante infortunio social: es que el liberalismo había disuelto, al compás de la Marsellesa, los gremios de artesanos que, creados en la Edad Media bajo el lema “la unión hace la fuerza”, eran como los sindicatos de la actualidad. La ecuación era clara: el obrero, aislado e indefenso, no tenía posibilidades frente a la burguesía y los industriales, verdaderos beneficiarios de los avances tecnológicos del siglo que concluía.
El muro de Berlín, y el otro
Por su parte, Juan Pablo II, en plena caída del régimen marxista, alertó a los entusiastas “hombres del mercado” que “se abre aquí un vasto campo de acción y de lucha, en nombre de la justicia, para los sindicatos y demás organizaciones de los trabajadores… En este sentido se puede hablar justamente de lucha contra un sistema económico, entendido como método que asegura el predominio absoluto del capital, la posesión de los medios de producción y la tierra, respecto a la libre subjetividad del trabajo del hombre. En la lucha contra este sistema no se opone, como modelo alternativo, el sistema socialista, que de hecho es un capitalismo de Estado, sino una sociedad basada en el trabajo libre, en la empresa y en la participación”. El legendario papa polaco, que había trabajado como obrero en una cantera durante los años de la ocupación de su patria por los nazis y que fomentaría el surgimiento del sindicato Solidaridad liderado por Lech Walesa, alertaba en 1991 que la caída del sistema soviético no dejaba como única alternativa a las misteriosas “fuerzas del mercado” ni demandaba la existencia de un Estado reducido a su mínima expresión.
Metafóricamente, ante la evidencia de la caída del Muro de Berlín y los sistemas estatales marxistas, Juan Pablo II recordaba la existencia de otro muro, no menos pernicioso para los pueblos, el de Wall Street, residencia de la plutocracia internacional.
No fue a menos Benedicto XVI, quien pese a que algunos distraídos tildaron, aparentemente sin leer uno solo de sus documentos, de “amigo de los poderosos”, cuando denostando la globalización financiera y rescatando el rol de los sindicatos dijo en su encíclica Caritas in Veritate: “El mercado, al hacerse global, ha estimulado, sobre todo en países ricos, la búsqueda de áreas en las que emplazar la producción a bajo costo con el fin de reducir los precios de muchos bienes, aumentar el poder de adquisición y acelerar por tanto el índice de crecimiento, centrado en el mercado interno. Consecuentemente, el mercado ha estimulado nuevas formas de competencia entre los estados con el fin de atraer centros productivos de empresas extranjeras, adoptando diversas medidas, como una fiscalidad favorable y la falta de reglamentación del mundo laboral”. Esto último, es decir, la aparición de los “contratos-basura”, es lo que algunos llaman entre nosotros, eufemísticamente, “seguridad jurídica”.
Y agrega Benedicto que “estos procesos han llevado a la reducción de la red de seguridad social a cambio de la búsqueda de mayores ventajas competitivas en el mercado global, con grave peligro para los derechos de los trabajadores, para los derechos fundamentales del hombre y para la solidaridad, en las tradicionales formas del Estado social”.
Más conocidas y recientes son las referencias del papa Francisco, quien sostuvo que “el origen último –de la crisis financiera– está en una profunda crisis humana”. Y comparó la situación con la adoración del becerro de oro de la antigüedad, que ha encontrado “un nueva y despiadada imagen en el culto al dinero y en la dictadura de una economía, que no tiene rostro y carece de cualquier objetivo verdaderamente humano”.
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