Por Federico Dambrine- Télam
Los chaná, un pueblo que habitaba hace más de 2.000 años la región mesopotámica, principalmente en Entre Ríos, su lengua y sus costumbres, basadas en el cuidado de la familia, niños y ancianos, el respeto y defensa de la «casa verde» y el medio ambiente, y una estructura social con un fuerte matriarcado, se creían desaparecidas desde mediados del siglo XIX, pero sus últimos integrantes mantienen vivo el legado.
La marginación e invisibilización a la que durante muchas décadas fueron (y en algunos casos son hoy en día) sometidos, hizo pensar que se habían extinguido, que la transmisión oral se había cortado y que el idioma había desaparecido, sin saber que era el único idioma en Sudamérica que se mantenía en secreto durante casi dos siglos.
A principios de este siglo, Blas Omar Jaime -considerado por la Unesco como el último hablante chaná del mundo- decidió eternizar el idioma en un libro y diccionario, y abrió la posibilidad de crear otros textos y hasta películas.
La lengua se transmitía únicamente entre mujeres, pero al fallecer sus dos hermanas, la madre decidió enseñarle y él, con 14 años, comenzó a practicar y entender el lenguaje y la cultura chaná.
El pueblo era «muy generoso, sin maldad y todo se compartía» respetando a las personas y a la naturaleza, lo que permitió mantenerse por mucho tiempo, recordó.
Con descendencia de los Kayapó del Amazonas, los chaná fueron semi nómades que bordeaban el agua, principalmente el río Paraná, que es el segundo río más largo de Sudamérica, una de las principales reservas de agua dulce del mundo, y al que consideran «la sangre de la madre tierra».
No invadían zonas ni le ponían nombre a lugares porque entendían que no eran dueños, sino que la madre naturaleza se lo prestaba por un tiempo.
«Reé piraé retá reé opiaé ugé reé ovác», que se podría traducir como ‘soltar para encontrar lo nuevo’, lo sintetiza.
Cuando detectaban un agotamiento de plantas o animales buscaban otro lugar para vivir, y mientras marchaban arrojaban semillas para que crezcan plantas y otras personas y animales puedan alimentarse.
Cuidaban el ambiente, respetaban la naturaleza como una de las ‘leyes primeras’, explicó Blas, porque debían recordar que ellos mismos fueron creados «mezclando barro (beáda-‘ó atá) y agua (atá)», y no debían contaminar a la beáda-ó, o madre tierra en español.
Las lagunas, arroyos y ríos estaban limpios -«se podían ver los peces de fondo», señaló a Télam-, y en cada mudanza dejaban las construcciones y rompían las cerámicas que habían creado en el lugar, ya que el barro usado «tenía el alma» de ese sitio, lo que los hizo expertos artesanos.
También eran excelentes canoeros. Las hacían con el timbó, que tenía una madera liviana y resistente al agua, y que podían llegar a los dos metros de diámetro y más de 30 metros de altura.
Pero todas las mañanas pedían perdón y permiso porque no talaban, sino que lo «mataban al árbol, tenía vida y estaba ahí por algo», agregó a Télam Evangelina Jaime, hija de Blas e impulsora de que se conozca a la familia chaná en todo el mundo.
Además, cuando sufrían sequías y complicaciones climáticas revisaban qué estaban haciendo mal: «¿Nos salimos de las leyes? ¿Estamos comiendo animales que no hay que comer?», se preguntaban para cambiar y así Tijuiném (dios chaná, el padre espíritu), los beneficiaba nuevamente.
Diversos escritos españoles que datan de 1500 los describen como una nación de unas 15.000 personas altas, buenos pescadores, cazadores, agricultores, y guerreros, con «mujeres bellas y niños serviciales».
Aunque se olvidaron de una de sus características principales: para el chaná lo más importante era la familia. Cuidaban a los ancianos por su saber, a los niños por ser el futuro, y a las mujeres, quienes por mucho tiempo fueron las líderes y la autoridad central.
«Pasaron eventos importantes que hicieron que los hombres tomen el mando, pero nosotras seguimos teniendo voz, no podíamos ser lastimadas, y éramos en donde se resguardó toda la historia y las reglas», señaló Evangelina.
Blas enfatizó que no se abandonaba a nadie, se «honraba y respetaba» a las mujeres y niños, y «no se los maltrataba, levantaba la mano, ni se les decía una palabra injuriosa».
La historia, características y el idioma los pudo rescatar en textos de su puño y letra a medida que iba recordando luego de jubilarse y de pasar toda una vida con múltiples oficios.
En «La Lengua Chaná, patrimonio cultural de Entre Ríos», junto a Pedro Viegas Barros, describió la fonología, escritura y gramática con textos, oraciones, leyendas, y un diccionario al español de unas 1.000 palabras que superó al único que había de antes (70 palabras), escrito por un sacerdote en 1815.
Como su madre, para ello también tuvo que infringir normas históricas de la comunidad, ya que estaba terminantemente prohibido dar a conocer las tradiciones, la medicina y los conocimientos, algo penado de muerte en esa época.
«A veces se guardan secretos en la familia, y es muy importante darlos a conocer. Por eso armamos un diccionario con todo lo que se acordaba, y es necesario formar espacios para mantener activa la memoria», concluyó Evangelina.
Por otra parte, Blas destacó otra faceta de los chaná, muy conocida por las otras culturas, y que les impuso su nombre propio.
Chaná proviene del grito ‘¡nyañá!’ que significa «estás muerto», y era la señal de los guerreros antes de decapitar a sus rivales para que ese espíritu viaje al cielo, y no se quede en la cabeza del guerrero.
«Sólo atacaban para defenderse, no invadían. Pero eran muy buenos guerreros», afirma, ya que el adversario era arrasado, todo era prendido fuego y no dejaban personas, animales ni plantas vivas.
Creían en la vida después de la muerte y tenían grandes historias al respecto, lo que quizás ayudaba a no tener miedo.
A esa valentía feroz, le sumaban dos claves: olían el humo de una mezcla de hierbas que «los envalentonaban», y utilizaban perros alimentados con la sangre de los enemigos, para volverlos más feroces en el próximo enfrentamiento.
Sin embargo, con los primeros contactos con europeos cerca del 1520, fueron engañados por los españoles, que se hicieron pasar por seres que el pueblo esperaba para ir a un mundo mejor.
Comenzaron a separar a los hombres, fueron reducidos y sometidos, los malos tratos y pestes despoblaron las regiones, y las batallas muy desiguales terminaron en un desalojo, vacío cultural y poblacional que buscaba extinguirlos.
En la actualidad, Blas convocó a todas las comunidades originarias a construir desde la unión, y «salir de las sombras», donde fueron «pisoteados, maltratados y humillados».
«Los chaná vamos a ser felices cuando todos los originarios estén bien, porque hasta el día de hoy hay gente que no consigue trabajo sólo por ser morocho o descendiente», agregó su hija.
Finalmente, recordó que «hubo mucho desprecio por tener la piel de color, pero hoy es época de cambio, vamos a alzar la voz y decir que estábamos acá primeros, vamos a seguir contando y hablando».
La «sabiduría» de los chaná sobre las plantas para curarse y vivir mejor
Los chaná contaban con una gran sabiduría sobre hierbas (revá), tenían un herbario con virtudes, simbología y propiedades ocultas de cada una, y las utilizaban para rituales, curar heridas o enfermedades, alimentarse, tener visiones y para otras actividades.
El tabaco (upatá) era uno de los más usados, lo consumían familias que lo consideraban planta sagrada, lo masticaban, esnifaban, fumaban y hasta hacían infusiones con él, y el curandero lo utilizaba para sus rituales.
Para llegar a ser curandero debían especializarse en curaciones, hierbas y estar todo el tiempo a disposición del pueblo, pero tenían que contar con una marca de nacimiento debajo del vientre o el paladar. Además, él era el único chaná que podía dejarse el pelo largo y la barba.
Para curar también utilizaban telarañas, principalmente en lesiones cutáneas y verrugas pero, sin dudas, la palta (orú en chaná o aguacate en gran parte de Latinoamérica) era una de las plantas y frutos más útiles.
Los niños con problemas de nutrición la comían o bebían té de sus hojas; para curar ojos enfermos se aplicaba la pasta del fruto; las mujeres con irregularidades menstruales comían el fruto o masticaban las hojas; y otros lo usaban como repelente y para limpiar el cutis.
Los ancianos empleaban la semilla como masajeador, la pulpa como shampoo, hacían un té de semillas como remedio contra picaduras, y la corteza cocida se usaba para controlar granos y abscesos.
Agradeciendo todos los días por estar vivos, una costumbre que tenían era alzar las manos para saludar a los más cercanos, para que no tenían armas, y al dar la espalda cuando se retiraban generaban confianza con el otro.
Otra característica era que al nacer no se ponían nombres, eran «hijos de» hasta que demostraban una cualidad o un defecto, y los nombres de sus antepasados estaban prohibidos, ya que se creía que se invocaba a sus espíritus e influía en sus vidas.
También desde chicos se les prohibía llorar para no mostrar debilidad ni ser escuchados, tampoco tenían música, ni podían reír a carcajadas, y el niño, si quería ser adulto, debía enfrentar solo y matar un yaguareté, mostrando valentía para «enfrentar la vida».
Para formar una pareja chaná -estaba prohibido mezclar sangre con otras culturas-, ambos debían superar desafíos, luego buscaban a su compañero/a y cuando los dos estaban de acuerdo, tras el visto bueno de las familias, celebraban con una ceremonia en el agua.
Los chaná creen en la vida después de la muerte, y que al morir uno viaja al caserío de las estrellas o «dananát ug ugá mirrí» para convertirse en una estrella más
Creen que el alma va al cielo, y el espíritu puede optar por acompañarla o quedarse en el mundo, por lo que les tenían mucho respeto, y en las urnas funerarias colocaban una cabeza de loro de arcilla, en el caso de que el espíritu quiera aparecer por la noche tenga con qué hablar y no moleste a los chaná.
Según la leyenda, un grupo de chaná no paraba de hablar, se distrajo y permitió un ataque de enemigos, por lo que el dios chaná los castigó y los convirtió en lo que hoy son los loros.
Si bien no escribían, tenían una gran memoria, sabían multiplicar, sumar, y conocían mucho la naturaleza y los ciclos de la Luna.
Sin embargo, los chaná no se movían de noche porque era para «descansar y viajar», y estaba prohibido deambular cuando bajaba el sol.
El momento de descanso era la noche (utalá), podían salir del cuerpo y viajar a otros lugares, conectarse con familiares y amigos muertos, el momento para recibir premoniciones y aprender cosas.