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La leyenda del Sátiro de la Bicicleta, un misterio que aún subsiste

Miguel Ángel Ramos tenía 22 años cuando encadenó una serie de asaltos en Grand Bourg, Villa Martelli, Villa Ballester, Carapachay, en el noroeste del conurbano. Siempre montado en su bicicleta roja.

Por: Ricardo Ragendorfer / Télam 

En esa madrugada despertó sacudido por una especie de cortocircuito. Lo que en realidad se le había filtrado en el sueño fueron los ladridos de los perros del barrio, y los párpados se le abrieron de golpe. Entonces saltó del colchón para asomarse a la ventana. Su pareja, una piba de apenas 16 años, seguía roncando suavemente.

La escena transcurría en una prefabricada que él había levantado sobre los fondos de un terreno situado al sur de Grand Bourg; adelante estaba la morada materna, una casita de ladrillos y techo de chapa, cuyas luces en ese instante también se prendieron. Sin embargo, sus ojos se apuntaban  hacia otra luminosidad: la de unas linternas que se abrían el paso entre los matorrales del baldío lindero; después atisbó los uniformes. Y sobre los ladridos se impuso un vozarrón: “¡Perdiste, Pelusa!”.

Así todos llamaban a Miguel Ángel Ramos, de 22 años. Y aquellos dos vocablos le bastaron para acatar el protocolo de la capitulación. El resto fue casi in inventario. Todo estaba a la vista: el revólver, las joyas, los relojes, una pila de billetes y mucha ropa. Los policías estaban al tanto de su predilección por la vestimenta ajena. Y de su fervor por el ciclismo; de hecho, no tardaron en dar con una bicicleta roja al costado de la vivienda.

Lo cierto es que aquel rodado le causaría a su sueño un disgusto adicional. Horas después, la primera edición vespertina del diario Crónica tituló lo sucedido con las siguientes palabras: “Cayó el sátiro de la bicicleta”. Corría el 3 de marzo de 1972.

En la bicisenda del delito

El jefe de la seccional de Carapachay, comisario Walter Polidori, observaba a Ramos con una expresión piadosa. Y él, con la cabeza gacha, dijo:

–Vea, jefe, es cierto que yo he robado y que, incluso, maté. Pero eso de que me aprovechaba de las mujeres es mentira.

Por toda respuesta, el policía encogió los hombros.

El detenido, después de firmar su declaración, fue conducido a un calabozo.

Desde una celda vecina se filtraba el sonido de una radio que transmitía el programa “Leyendo las noticias”, conducido por Julio Lagos. Este no tardó en declamar una versión algo lavada de lo ocurrido en Grand Bourg, y siempre con su dicción afable, soltó: “Este deleznable sujeto abusó de varias mujeres”. Luego se oyó una canción de Los Náufragos.

Tal vez, entonces, Pelusa cavilara sobre su breve pero intenso paso por el universo del delito. Y quizás aquellas imágenes lo hayan llevado al origen mismo de su historia.

Oriundo de Salta, llegó con sus padres a Buenos Aires a fines de 1955. La familia no tardó en agrandarse con otros dos hijos, mientras el progenitor trabajaba de obrero en una planta automotriz. Pero falleció cuando Pelusa –así ya todos lo llamaban– tenía 15 años.

Al tiempo, la viuda contrajo matrimonio con otro hombre. En aquellas circunstancias, ellos se mudaron a Grand Bourg. Y Miguel Ángel, que había abandonado la escuela sin concluir el sexto grado, se vio obligado a trabajar. Y lo hizo como botellero. Así transcurrió más de un lustro hasta que la madre se separó del segundo esposo y consiguió empleo de cocinera en una fonda de barrio.

A mediados de 1971, el pibe hizo pareja con Ana, seis años menor que él. Entonces edificó la casita del fondo.Todo parecía ir viento en popa.

Pero un episodio accidental lo lanzaría hacia el infortunio: en diciembre de ese año, durante una noche de lluvia, se le soltó del carro el matungo que utilizaba para trabajar. Y a pocas cuadras fue atropellado por un colectivo. Ello, claro, significó su bancarrota. Y sin decir una palabra a los suyos, hizo con sus magros ahorros una intrépida inversión: compró la bicicleta roja y un revólver oxidado, que limpió con esmero para que funcione nuevamente.

En vísperas a la Navidad debutó en las artes del atraco.

Al respecto, durante su forzada estadía en la seccional de Carapachay, no se privó de contarle al comisario Polidori los detalles de su iniciación:

–Robar era mi única salida. Por lo menos, eso era lo que yo creía. Me había propuesto robar un tiempo… nada más que eso. Y después, abrirme del asunto. Mi idea era juntar unos pesos, y dejar.

– ¿Qué sentiste la primera vez que robaste? –le preguntó el policía.

–Muchos nervios. No sabía si me iba a animar. Pero me animé. Y acá me tiene.

Tal diálogo sería luego volcado por Polidori en una declaración judicial.

Lo cierto es que Pelusa era una “rara avis” en el mundo del delito. Sin ningún tipo de educación en el hampa y sin vínculos con otros malhechores, la metodología que desplegó en sus andanzas tuvo una extraña originalidad. Y a tal efecto, supo ser muy puntilloso en el ejercicio del merodeo: seleccionaba a sus víctimas durante los días hábiles al caer el sol o en los fines de semana, ya bien entrada la noche.

Su aspecto esmirriado no despertaba ninguna clase de sospechas, y menos aún el hecho de que anduviera siempre en bicicleta.
Su zona de influencia era Grand Bourg, Villa Martelli y Villa Ballester. Y pocas semanas le bastaron para convertirse allí en una amenaza fantasmal.

Tanto es así que su voracidad por los efectos personales del prójimo hizo que incluso llegara a dejar desnudas a sus víctimas en su afán por sacarles doto. Luego, de manera invariable, desaparecía pedaleando a todo vapor.

En este punto cabe destacar una curiosidad: las crónicas periodísticas de la época le atribuían dos modalidades bien diferenciadas. Por un lado, delitos contra la propiedad sobre hombres y mujeres, sin ultrajar a estas últimas; pero también ataques sexuales sin fines de robo.

Era como si en su accionar sufriera un desdoblamiento psicológico. También resultaba posible suponer –tal como sostenían algunos criminólogos– que en realidad se tratara de dos delincuentes sin relación entre sí. Pero, desde luego, tal hipótesis se desvanecía bajo el peso de las descripciones efectuadas por las víctimas y testigos; todos coincidían en señalar a un individuo esmirriado en una bicicleta roja.

Una parte del enigma no tardaría en develarse.

El tiro del final

La de aquel martes de febrero fue la última noche de Carnaval. Y en el baile del Club Defensores de Carapachay el plato fuerte fue la presentación de Los Iracundos. Pasada la madrugada, Pelusa se dejó caer por allí para observar el desplazamiento del público con el propósito de elegir una nueva víctima.

Pero fue reconocido por una piba a la que había robado unos días antes. Y sin perder un solo instante, montó en su rodado para huir a toda velocidad, mientras los allegados de la víctima –un grupo de diez muchachos– iniciaron una implacable persecución. Lo corrían de a pie. Pero en aquella desaforada carrera también se sumó una motoneta conducida por un tal Oscar Fernández.

Al verse rodeado, Pelusa extrajo su vieja 38 y gatilló varias veces. Una de las balas alcanzó a Fernández en el vientre.

Durante su indagatoria, el juez de instrucción Cirilo Barone le preguntó:

–¿Cómo supo que en la noche del Carnaval había matado, ya que usted huyó sin saber que había ocurrido con él?

–Claro. En principio tuve la esperanza de haber herido a ese muchacho. Como lo había visto agarrarse el estómago, bajar de la moto y caminar unos pasos, no creí que hubiera muerto después.

–¿Cómo lo supo entonces?

–Por los diarios. Al día siguiente compré uno para ver que había pasado. Pensaba que, de haber muerto, saldría en la tapa. Pero no vi nada. Y me quedé tranquilo. Después seguí hojeando, y vi la noticia, pero muy chiquita.

–¿Qué decía?

–Que el muchacho había muerto.

–¿Y usted cómo sabía que era su víctima?

–Por el lugar. Eso fue acá, en Carapachay. Y además porque hablaba del “Sátiro de la Bicicleta”. No había más remedio. Hablaba de mí.

También consta en el expediente su impresión de lo sucedido: “A partir de ese momento empecé a beber para dormir los nervios. Fue una experiencia muy fea, casi alucinante, por la forma en que lo tengo grabado en mi cabeza. Es para volverse loco. Veo una y otra vez esa persecución y el chico herido, tambaleándose. Es horrible”.

Y repitió lo que le dijo a Polidori tras el arresto: “Es cierto que yo he robado y que incluso maté. Pero eso de que me aprovechaba de las mujeres es mentira”.

Tal vez lo haya dicho con la cabeza gacha. Y quizás el doctor Barone haya alzado los hombros.

El 3 de abril de 1972 –a un mes del arresto de Ramos– una estudiante fue violada en una esquina de Grand Bourg. El victimario, según sus dichos, era “un sujeto esmirriado que andaba en una bicicleta roja”.

Miguel Ángel Ramos fue condenado en septiembre de 1975 por robos reiterados y homicidio simple a 15 años de prisión.

Recuperó la libertad en abril de 1984. Y no se supo nada más de él.

En cambio, el verdadero Sátiro de la Bicicleta jamás fue atrapado.

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