Ezequiel Adamovsky @EAdamovsky
Hace pocos días nos enteramos de una noticia reveladora. Fox News, el canal de noticias más visto de los Estados Unidos, acordó pagar nada menos que 787,5 millones de dólares como acuerdo para poner fin a una demanda judicial por haber mentido deliberadamente. Fundada por el magnate Rupert Murdoch en 1996, desde el comienzo se propuso colaborar con las agendas políticas de la derecha republicana.
La velocidad de su éxito es directamente proporcional a la falta de objetividad de sus noticias. En los últimos años dio aire a presentadores y comentaristas directamente delirantes. El juicio que consiguieron detener era por difamación y lo había entablado la empresa que provee las máquinas de votación que se usan en las elecciones de ese país. Fox News había difundido una serie de mentiras sobre un supuesto fraude electoral en 2020, en sintonía con los dichos en el mismo sentido de Donald Trump, a quien la cadena apoyaba fervorosamente, y la empresa se sintió afectada.
Las falsas noticias sobre fraude formaron parte del clima que condujo al asalto al Capitolio por parte de una turba de derechistas en enero de 2021, lo que fue considerado por la comisión investigadora de esa casa como un “intento de golpe de Estado”. Mentiras deliberadas de la principal cadena de TV en función de un golpe de Estado. Nada menos. La buena noticia es que mentir abiertamente no le salió gratis a la Fox. La mala es que con un pago en efectivo se las arregló para quedar impune. Como si mentirle a un país en algo tan serio pudiese reducirse a un mero perjuicio económico compensable en billetes. Billetera mata justicia.
La anécdota ofrece una buena ocasión para detenerse a reflexionar sobre el estado de una de nuestras libertades fundamentales: la libertad de prensa. El derecho a expresar y difundir las ideas libremente es una reivindicación muy antigua. En los inicios de la era moderna, en Europa, se enarboló fundamentalmente en contra de la tendencia de los monarcas a prohibir aquello que no les gustaba oír. Retomada por la tradición liberal, la libertad de prensa quedó plasmada en nuestras leyes con esa (única) amenaza en mente.
El mecanismo de su defensa parecía simple: la decisión de qué decir y qué no, que cosa imprimir, qué noticias transmitir, a qué ideas dar lugar en las páginas de libros o diarios, quedaba enteramente en manos de la sociedad civil. El Estado no debía interferir de ninguna manera. A lo sumo podía generar sus propios impresos, pero nunca condicionar los de los demás. A nadie escapaba el riesgo de que, librado a la espontánea iniciativa de cualquiera, pudieran difundirse falsedades de todo tipo. Pero la idea era que, habiendo libertades amplias para la prensa, existiría una especie de ecosistema de voces que garantizaría un debate público más o menos informado.
Tiburones como Fox News acaban con los demás peces del ecosistema o los aplastan bajo el volumen de su voz
Pues bien, el sistema no está funcionando. La tradición liberal, nos ha dejado a la intemperie frente a otra amenaza tanto o más preocupante: la del autoritarismo corporativo, aquél que surge no de reyes, presidentes o ministros, sino de la actividad privada. Desde la llegada de la televisión y, mucho más, desde la irrupción de las tecnologías de comunicación digital, se produjo un cambio cualitativo en los modos en los que la información se genera y circula.
La modesta tecnología de la imprenta habilitaba a casi cualquiera a tener periódicos y panfletos. Incluso los trabajadores y los grupos disidentes podían montar las suyas y salir en busca de una audiencia. Por contraste, las tecnologías digitales parecen haber democratizado más la posibilidad de expresarse –cualquiera puede filmar, escribir, grabar y postear lo que sea– pero los canales por los que circula todo eso están cada vez más en menos manos. El viejo truco del mercado: los tiburones como Murdoch acaban con los demás peces del ecosistema o los aplastan bajo el volumen de su voz.
Las plataformas que dan soporte a las redes sociales y la creciente concentración de los medios de comunicación dan a los pocos empresarios que los poseen una preocupante potestad de intervenir en la libertad de expresión y, más preocupante aún, de difundir falsedades con un alcance incomparablemente mayor que el que tenemos los humanos promedio.
Al estar en manos privadas, son ellos los que tienen el derecho de imponer sus reglas. Y como se supone que el Estado no debe intervenir, su potestad es completa. Tienen literalmente el derecho a definir unilateralmente cómo será el debate público, cuáles serán sus reglas, qué se puede y qué no se puede decir.
Todas las plataformas son monopolio de la clase de los súper ricos
El sesgo derechista que esto trajo en los medios de comunicación es evidente. Pero incluso más preocupante es lo que viene sucediendo en redes sociales: a propósito del “terrorismo” o de la invasión de Ucrania, venimos viendo una creciente tendencia de los dueños de las plataformas a intervenir en lo que se puede o no decir.
De manera unilateral, tras haber adquirido Twitter, el magnate Elon Musk decidió bloquear sitios de periodistas que no le gustaban. En los últimos años esa red, Facebook y otras han desarrollado políticas más agresivas para dar de baja sitios, borrar posteos o imponerles a sus lectores advertencias de credibilidad que le ahorran a otros. Muchos sitios progresistas o que simplemente transmiten visiones del mundo que no agradan a las corporaciones se han visto perjudicados. Nadie dice nada porque es una amenaza a la libertad de prensa que no viene desde algún Estado. ¿No te gusta? ¡Cambiate a otra plataforma! El problema es que todas son monopolio de la clase de los súper ricos.
Y para no cargar todas las tintas en Fox News, hay que decir que un parteaguas en este sentido fue la decisión de otras tres grandes cadenas de TV de Estados Unidos de censurar en vivo una alocución de Donald Trump y la de Twitter de quitarle su cuenta en 2021. No importa lo que uno piense de Trump: el hecho significa que un grupo de hombres ricos, sin otra legitimidad que la que les da su poder, decidió quitarle a un presidente en ejercicio (mal o bien, representante del pueblo elegido democráticamente), el derecho a comunicarse con la ciudadanía. La antipatía que nos genera Trump no puede llevarnos a pasar por alto la gravísima amenaza que eso significa a la libertad de expresión.
¿Estamos tranquilos con la totalidad de nuestra comunicación circulando por unas pocas plataformas en manos de cuatro o cinco personas que no rinden cuentas a nadie? ¿Realmente tranquilos hoy, que ya hay herramientas de inteligencia artificial que pueden captar e interpretar lo que nuestra voz dice en una conversación telefónica? ¿Vamos a conformarnos con un ecosistema de medios en el que la principal cadena de TV pueda mentir impunemente y nuestra única protección sea la decisión unilateral de otros magnates de contrarrestarlo o no, según se les antoje? ¿A tan poco queda reducida la libertad de expresión y de prensa?
Haríamos bien en reflexionar sobre todo esto en Argentina. Desde hace años las fake news nos inundan y las noticias funcionan como armas de lucha política. La comunicación en manos de las empresas de medios en nuestro país no es menos tóxica que en Estados Unidos (de hecho, algunas aquí tratan de imitar a la Fox).
Garantizar la libertad de expresión y de prensa aquí y en el mundo requerirá una profunda renegociación de los términos del acuerdo entre lo público y lo privado, con límites y posibilidades democráticamente definidos, capaces de conjurar tanto el peligro autoritario que podría venir del Estado como el que ya viene del mercado.