Argentinos, a no desesperar. No es el momento aún de desperdiciar lágrimas, en tiempos en que hasta vuestro presidente aconseja cómo ahorrar en gastos para aliviar las penas. Por lo pronto, y al respecto de lo acontecido ayer en el estadio espartaco de Moscú, como ya se dijo no es el propósito de esta columna sumar un análisis futbolístico ortodoxo que arriesgue los porqué de lo que se da en la cancha.
Los que se dicen con autoridad para hacerlo –desde periodistas deportivos, comentaristas, ex jugadores, ex técnicos, opinólogos, trolls y aspirantes a influencers de diversa calaña- a esta altura ya saturaron la paciencia del común de los mortales con su vocinglería de café, y lo peor es que lo seguirán haciendo hasta que la pelota vuelva a rodar ante Croacia.
Los que más, hablan “con el diario del lunes”, y no faltarán otros tantos que se vanaglorien de haber acertado algún que otro pronóstico, con una ostentación digna de haber embocado un Quini.
Allá ellos. Nosotros, rusos de tradición soviética y más allá de nuestro apego al materialismo dialéctico, no renegamos de ciertas supersticiones, como ya adelantáramos.
Y desde que emigré de la extinta URSS para afincarme en Rosario supe que aquí tampoco: como activo aunque anónimo protagonista del stand ruso en Colectividades, tras varias ediciones de carpas inundadas, adherí con más resignación que convicción a la mentada hipótesis de la maldición gitana.
Pues bien, no me parece descabellado atribuir lo ocurrido en el Spartak a una nueva maldición, la maldición vikinga, y no precisamente porque no haya mercaderes ni bailarines de Islandia en la mayor fiesta popular rosarina. Algo de aquello ya padecieron, antes que Argentina, algunos otros de sus rivales en la Eurocopa y en Eliminatorias, y el tema ya inquieta a otras potencias futbolísticas, que miran con preocupación a esos ignotos gigantes -al menos por su estatura- que asoman desde las tierras del hielo.