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La muerte como espectáculo

Por: Pablo Yurman

Hace algunos años, el historiador de medios audiovisuales Román Gubern pronosticó que en base a la dinámica que la televisión estaba adquiriendo, en momentos en que se estrenaban las primeras versiones de Gran Hermano, no pasaría mucho tiempo hasta que se nos presentara la muerte de un ser humano como un espectáculo más. Como en el circo romano, pero televisado. Por supuesto, muchos se sorprendieron y todos dudaron.

Hace pocos días los televidentes británicos de la BBC pudieron ver el suicidio asistido de un magnate hotelero de ese país, Peter Smedley, de 71 años, en una “clínica” suiza de nombre Dignitas, matadero que en sus doce años de actuación ha despachado a mejor vida a un millar de personas. Puede el lector darse cuenta de que Gubern no estaba tan desenfocado al hacer su pronóstico y acertó con algo en lo que pocos reparan: los medios audiovisuales se guían por una lógica de crescendo. Es decir, cada vez se muestran cosas más osadas en un intento muchas veces demencial por conservar televidentes a costa de transgredir las normas sociales.

La vida como bien

El suicidio asistido de Smedley a la vista de millones de espectadores actualizó el debate en torno de si dicha práctica, así como la eutanasia, deben ser legalizadas o reglamentadas por el derecho. La discusión es muy profunda y con hondas connotaciones porque lo que subyace en el planteo eutanásico es muy grave: por un lado, se alega que así como existe un derecho individual a la vida, también debería reconocerse jurídicamente su contraparte, esto es, un presunto derecho a terminar con la propia vida. Y por otro lado, los partidarios de legalizar la eutanasia consideran que la vida sólo es aceptable bajo ciertas circunstancias (vitalidad, motricidad, lozanía, total autonomía individual, capacidad de consumo, por ejemplo.) y que en ausencia de las mismas estaríamos frente a una vida “que no merece ser vivida”.

Cabe destacar que tanto la eutanasia como el suicidio asistido suponen, en definitiva, causar o consentir la muerte deliberada de una persona inocente, independientemente de cuán nobles puedan ser las motivaciones (por ejemplo, para evitar que siga sufriendo).

Ahora bien. Cabe preguntarse si existe un “derecho” a morir o a elegir el momento de la muerte. Por lo pronto, como suelo decir a mis alumnos, incluso quien no cree que la vida sea un don que se recibe y se debe administrar, debería reflexionar sobre el alcance de frases como: “Es mi vida, y nadie más que yo puede decidir cuándo ponerle fin”.

Esos pretendidos dominio y exclusividad absolutos sobre la propia vida siempre me han parecido exageradamente falsos. Por varios motivos. Por ejemplo, quienes somos padres sabemos mejor que nadie que de la propia vida dependen las vidas de otras personas y eso es ciertamente un límite a hacer con ella lo que nos plazca, incluso terminarla a voluntad. Pero también invito a los pro-eutanasia a contestar la siguiente pregunta: ¿fueron ellos quienes decidieron un día aparecer a este mundo o, por el contrario, su vida fue decisión de otras personas (sus padres)? Esto es crucial, porque todos vivimos sin haberlo decidido personalmente. Vivimos por decisión de otros, nuestros padres. A lo que cabe sumar que durante años nuestras vidas carecieron de independencia en absoluto y fuimos, hasta bien entrada nuestra juventud, seres totalmente dependientes del amor y el cuidado de otros.

Estas simples constataciones invitan a no creernos dueños de nada, sino administradores de mucho.

La inhumanidad de la eutanasia

El problema con legalizar la eutanasia o el suicidio asistido radica, entre otros, en que arrasa con toda la teoría de los derechos humanos, por más que sus partidarios supongan todo lo contrario.

En efecto, los derechos humanos (vida, libertad, igualdad, trabajo, salud, entre otros.) tienen ciertas características y la que aquí nos interesa es la de su inalienabilidad, vale decir, que son irrenunciables para su titular. Existe el derecho a la libertad que como derecho humano es inalienable, y por lo tanto no tengo “derecho” a renunciar al mismo y convertirme en esclavo; existe el derecho a la vida y no puedo pedir al Estado que disponga mi muerte; está reconocido el derecho de toda persona a la igualdad, lo que significa que nadie puede negociarlo y consentir un trato desigual, y los ejemplos siguen.

Legalizar la eutanasia parte de la aberración jurídica de entender que los derechos humanos son renunciables, cuando no pueden serlo a riesgo de dejar de ser derechos humanos. Si admitimos que una persona puede renunciar a su derecho a la vida, ¿qué evitaría que aceptemos como igualmente renunciables los otros derechos humanos? Los que admiten legalizar la eutanasia deberían, llegado el caso, aceptar por ejemplo que los obreros renunciaran a sus derechos laborales y consintieran condiciones laborales infrahumanas; o deberían consentir la trata de personas en los casos de prostitución voluntaria, o incluso no podrían denegar la renuncia de una mujer al trato igualitario de ambos cónyuges en el ámbito matrimonial.

La dignidad de la vida humana no radica en aspectos externos (juventud, motricidad, lucidez mental, por ejemplo.) sino en su propia existencia. Afirmar lo contrario conlleva el peligro de considerar que no todos los seres humanos viven vidas que “merecen ser vividas”.

Última reflexión: es un error suponer que el primer país de la era moderna en legalizar la eutanasia fue Holanda en 2002. Fue Alemania, en 1939.

Abogado, docente de la Universidad Nacional de Rosario

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