Números especiales, documentales, reportajes inéditos y nuevas investigaciones sobre Lady Di inundarán estos días las portadas de diarios y portales digitales de buena parte del mundo cuando se cumplan 20 años de su todavía misteriosa muerte, ocurrida en París el 31 de agosto de 1997.
De la sorpresiva desaparición de la princesa Diana puede decirse que conmocionó al mundo entero. Aún no habían desaparecido los ecos de la tragedia cuando comenzaron las especulaciones por las posibles causas de su muerte, entre ellas, la de que la reina Isabel II, de Inglaterra, la había mandado matar. Se trató de un accidente fatal ocurrido por el impacto del auto en que viajaban un conductor y ella y su amante, el magnate egipcio Dodi Al Fayed. Un auto, un Mercedes Benz 280, que se desplazaba a alta velocidad, toda vez que su nivel de alta gama –no se los llamaba así todavía pero el vehículo contaba con los estándares de seguridad de la época– lo permitía, y nada indicó después que ya no hubieran levantado esa velocidad en otros viajes con otros vehículos. La versión oficial determinó que el conductor había tomado varias copas antes, pero a la vez el hombre estaba en un tratamiento para dejar el alcohol, lo que hace presumir que, si lo hizo, no había bebido en exceso.
Esa misma versión dio por hecho que Diana, que iba en el asiento de atrás, no llevaba puesto el cinturón de seguridad, pero testimonios de allegados señalaron que era impensable en alguien que “cargoseaba” a los demás para que no viajaran sin él. Otra versión sobre su muerte señalaba que su amante tenía numerosas deudas con un amplio espectro de gente porque acostumbraba a no pagar por servicios que recibía o, como productor de películas, dejaba temblando a directores y elencos con sus incumplimientos contractuales. Y que alguno de ellos no perdonaría esos desplantes y enviaba paparazzi todo el tiempo para amedrentarlo, algo que indirectamente podría haber provocado el accidente.
En el ojo de la tormenta
Lo cierto es que Diana estaba en el ojo de la tormenta debido a ese romance y que en el momento del impacto, el auto esquivaba a otros que llevaban paparazzi de importantes medios europeos que intentaban hacer pública una historia que comenzaba a resultar conmovedora. No sólo para las revistas del corazón, que difícilmente tuvieran algo nuevo para decir, sino para los sectores populares ingleses que encontraron en esa rubia a alguien que por primera vez los escuchaba de modo diferente. Lo hacía a través de las fundaciones que creaba para darle un cauce al dinero ocioso de la corona y porque encontraba que esos espacios la contenían más que cualquiera de las reuniones de la casa real para discutir inversiones. Eso y su figura entregada al afecto con la gente, a la charla franca y directa, como casi nunca se había visto a alguien de esa clase vincularse con los “plebeyos”. Eso bastó, puede decirse, para que Lady Di entrara en esa dimensión de la imaginación popular donde una figura se hace asequible a través de la pura emotividad, no desde el querer ser como ese otro, sino sentir que ese otro puede ser como cualquiera, más allá del lugar que le hubiera tocado ocupar. Y hubo también una frase que le escucharon decir no pocas veces: Que su destino la había llevado hasta el lugar donde estaba y que lo aprovecharía para ayudar a todos los que pudiera.
De ese modo, eligió, con pasión casi atlética, la filantropía, las causas humanitarias. Acompañó a enfermos de sida, a drogadictos, a ancianos abandonados, a leprosos, a niños con enfermedades terminales. Las fundaciones eran tomadas como una cruzada personal y se tornaban singulares en sus objetivos: algunas se ocupaban de los obreros tísicos, de los huérfanos agonizantes y hasta de los poetas muertos de hambre. Esa sensibilidad para entregarse a las vidas trágicas, a los miserables execrados en las grandes urbes, le costó el rechazo visceral de la nobleza inglesa.
La princesa sacrificada
La Casa Real nunca vio con buenos ojos esas acciones de Diana, que creían demasiado sensibles para quienes no deben distraerse demasiado del manejo del poder y que se sumaban a la repentina separación del príncipe Carlos, un escándalo pese a que el primogénito jugaba sus cartas también con Camila Parker-Bowles en paralelo a la relación con su esposa y con quien se casaría posteriormente. Un programa especial de la cadena France 2 para estos días que buscará develar algo más acerca de su muerte en este nuevo aniversario. En él, el psicoanalista y cineasta francés Gérard Miller, dijo que la vida de la princesa no fue “un cuento de hadas con un final triste, sino una tragedia que sólo podía acabar mal”. Aquí puede verse que la decisión de ocupar un lugar social determinado la sometía al arbitrio de intereses cruzados, casi un fuego cruzado entre los malestares de su clase y el endiosamiento de sectores populares. Una escena grabada para un noticiero registra un “fuerte y asfixiante” abrazo de un mendigo al que ella había ayudado a curarse. A decir verdad Diana, rompió los códigos de un universo circunspecto y rígido, e influyó en su propia familia real enseñando a sus hijos a no temerle a la gente, a no esconder sus emociones, lejos de la distancia sideral a la que acostumbran estar los miembros de la realeza. “Ella entraba a un lugar y si allí había gente de diferentes extractos sociales, al rato todo eso se olvidaba y no había diferencia alguna”, dijo alguna vez su amigo Elton John. Diana abominaba de los protocolos que debía observar en los actos de la realeza y no pocas veces llegaba tarde, se ubicaba en cualquier lugar y jugaba con sus hijos pequeños mientras a su alrededor tenía lugar una solemne ceremonia.
Confesiones de una dama
Aun con esa vida un tanto agitada y controvertida, nada detenía a Diana para lucir su cabal esplendor. Se dice que su ropa la pagaba ella misma y elegía los cortes y la hechura personalmente. Le encantaban las boinas, que combinaba con sus trajecitos, sus carteras debían tener el color de los zapatos y los guantes debían medir lo justo. Así vestida, confió una vez a una íntima amiga, compañera de colegio en un establecimiento público al que Diana asistió cuando sus padres se separaron, su opinión sobre el lugar al que pertenecía. Le dijo que los aristócratas eran gente abominable que siempre se oponía a los anhelos de la gente común y que era una clase egoísta y camorrera.