Cuesta negar que la pérdida de un hijo sea el hecho más antinatural, y desgarrador, en la vida de un hombre. Carlos Alberto Escobar perdió a tres. A la nena de cuatro años y el bebé de ocho meses en una piecita de barrio Saladillo donde los encontró asfixiados, junto al hijo adolescente de su mujer. Sólo ella sobrevivió desvanecida a una de las tantas tragedias que acarrea la pobreza. La olla sobre la garrafa, la casilla sin ventilación y el fuego que se apagó. Ese invierno de 2011 fue el más frío de su vida. Hasta este tórrido verano, cuando la desgracia le volvió a calar hasta los huesos en otra de las penurias de las zonas vulnerables. Fue en Tablada, un barrio caliente para quienes hacen estadísticas de pibes acribillados, y de una temperatura mortal para los que entierran a los suyos. El Gringo era suyo. Tan suyo como su brazo derecho que, dice, le cortaron. Se llamaba Cristian Gonzalo Escobar, tenía 24 años, lo había hecho abuelo cuatro veces y murió con el sello inconfundible de esas calles, donde los mismos plomos que arrebatan la vida silencian a los que intentan hablar.
Silencio de muerte
Ese silencio es el que hace de la mayoría de los homicidios causas NN (sin imputados) y el que enloquece a Carlos cada vez que escucha en el barrio, que también considera suyo, los apodos y nombres de los presuntos responsables de la muerte de su hijo.
Matías fue asesinado el 23 de enero pasado en inmediaciones de Ayacucho y Biedma, jurisdicción de la seccional 16ª, que en un escueto parte oficial rotuló el caso como tentativa de robo de una moto, conducida por el Gringo, sin mencionar la cercanía de un búnker de drogas. Lo acompañaba Emanuel, un pibe que recibió un disparo en la pierna y todavía se encuentra internado.
El joven tenía siete gramos de cocaína en el bolsillo y declaró que no conocía a los atacantes que ejecutaron a su compañero. Pero Carlos asegura que, desde su internación, el muchacho recibió varios mensajes intimidatorios a su celular por parte de una mujer a la que le atribuye, junto a un pibe que está prófugo por otros homicidios, la autoría del crimen. Ella, una rubia alta y llena de tatuajes, sindicada de regentear varios quioscos de drogas en Tablada, en tanto que el pibe ocuparía el puesto de soldadito o sicario.
“Los testigos quieren hablar pero no se animan. Nadie quiere ir a la 16ª (por la comisaría) donde está colgada la foto del imputado, porque está prófugo por varios homicidios más, aunque se sabe que vive a cuatro cuadras de la comisaría. Pero en el barrio todos dicen quiénes fueron. Y cuando fui personalmente a la Brigada de Homicidios me pidieron testigos y me dijeron que me cuide porque sabía demasiadas cosas. Entonces, ¿en quién hay que confiar? Los jueces tampoco hacen nada. Están sentados atrás de un escritorio y no les importa. Y encima investigan a la familia del muerto. Porque, vamos a ser sinceros y no digamos mentiras: nos investigan a nosotros. Y ahora van a querer vincular lo del Gringo con mi otro hijo que está preso en Coronda”, expresó en relación con la condena que purga Carlos “Toro” Escobar por el homicidio de Sebastián Soperes, perpetrado en agosto de 2010. Su última salida transitoria copó los portales de noticias al ser víctima de una extorsión policial que él mismo denunció, aunque días después se desdijo tras ataques a balazos en el frente de su vivienda (ver aparte).
“Matan a los chicos”
Carlos conoce los estragos que hace la droga en los barrios vulnerables. “Fíjese que matan chicos que van a comprar droga y lo primero que dicen es que fue un ajuste de cuentas. Y es mentira. Los matan porque les molestan, para vender tranquilos. Y nadie hace nada. Dicen que no hay búnkers pero está lleno. Hasta la Policía va y les retira la plata, porque yo lo he visto. Les retira la recaudación o les roba y después le vende la droga de vuelta. Yo lo he visto también. La droga está manteniendo este gobierno y terminan pagándola las criaturas. Ni siquiera tenemos un lugar para ayudar a los pobres inocentes. Hay pocos centros de adicción y les dan droga también, los empastillan para que no salgan”, asegura.
Cuesta creer que Carlos se mantenga en pie. Sopesa el dolor sumergido en su trabajo de mecánico en una zona rural que eligió para alejarse de la muerte urbana que lo persigue de cerca. Dice que no puede llorar y que se quiere ir lejos para aliviar los penares, pero que no va a renunciar a su reclamo de justicia por el crimen de su hijo.
Porque, asegura, el Gringo no estaba metido en nada raro, mientras enumera los últimos trabajos del muchacho que había logrado dejar atrás algunas travesuras de pibe que lo llevaron más de una vez a la comisaría, cuando era menor.
“Mi hijo se levantaba a las siete de la mañana para cortar yuyos. Se traía sus 500, 600 pesos a su casa, se fumaba su fasito y se quedaba con su mujer y sus hijos. El trabajo era su locura, su enfermedad. Había trabajado en Agua y Energía y juntos laburamos cinco años en el puerto”, recordó.
“Era lo único que tenía. Me sacaron el brazo derecho”, dice con dureza sin derramar ni una lágrima.
“Tenía cuatro hijos (de 1, 3, 8 y 9 años), uno más lindo que el otro. Hace poco se había comprado un autito con la plata de un juicio laboral y estaba alquilando una casa donde vivía con su última mujer”, recuerda el hombre de 52 años que enseguida se remonta a julio de 2011, ese mes inolvidable en el que encontró a sus dos pequeños sin vida, junto al hijo de 15 años de su mujer, desmayada en el baño.
“No puedo superarlo. Quiero llorar y no puedo. Me quiero ir lejos, al norte, al Chaco, para llorar y gritar y que nadie me sienta. Quiero estar solo. Tengo que salir porque acá me estoy enfermando y no quiero cometer una locura”, confiesa al tiempo que resalta que quiere justicia por el Gringo, que los que lo mataron vayan presos.
“Estaba hecho para cometer locura. Iba a ir a comprar una granada para metérsela dentro del búnker (de barrio Tablada). Pero ¡qué loco estoy!, dije. Yo no tengo que quitar la vida de nadie. Le quitaron la vida a mi hijo y está la Justicia. Pero ni la Justicia ni la Policía hacen nada”, dice.
De injusticias también estuvo tejida su infancia. “Mi madre me dejó tirado en una plaza de Saladillo a los cuatro años. Me recogió un matrimonio y me dio educación. Escuela primaria y secundaria. Estoy muy agradecido con ellos. Mi viejita falleció a los 90 años, y mi papá a los 88. Eran mi vida. Yo a mi madre (biológica) la conozco, a mi padre y mis hermanos también. Pero nunca tuve relación con ellos. Porque me abandonó a mí, pero ¿cómo pudo criar a otra gente?”, se pregunta en voz alta.