La mujer de los perros vuelve sobre esa instancia tan acariciada por los espíritus ávidos de encontrar un espacio donde vivir en soledad; donde sea posible mirar el mundo desde afuera y encontrar en ese solaz el recogimiento imprescindible para “estar” y, si es posible, “pensar” desde ese lugar elegido. Así parece situarse la protagonista de este film, una mujer rodeada de perros –nunca termina de saberse cuántos son en realidad– que vive apartada en lo que se intuye como un suburbio del conurbano bonaerense, en una tupida zona de bosques de eucaliptos y donde subsiste “mangueando” para comer, “haciéndose” de algunos alimentos ante el descuido de algún vecino o encontrando azarosamente algún animal o pájaro comestible. Su hogar es una casucha armada con restos de chapas, cartones o cualquier otro material asimilable a techos o paredes; no posee nada parecido a lo confortable y prescinde de elementos rutinarios como pueden resultar los fósforos.
Tan despojada como este personaje, del que no se escuchará una sola palabra durante todo el relato, es la puesta que eligen Laura Citarella y Verónica Llinás como realizadoras –y esta última además componiendo con nimbada prestancia a la protagonista–, apoyándose en planos generales cercanos en los que concentran el magnetismo surgido de ese deambular permanente de la mujer y sus perros, con la luz precisa proveniente del devenir diurno y los claroscuros desde donde imanta la noche; todo lo de más allá pertenece al fuera de campo, incluidos voces humanas y otros sonidos; la superficie de registro se ciñe a las cavilaciones de la mujer y a su relación con esos animales que funcionan como afectos y protección, ya sugiriendo que es el único contacto que ella tolera, proveedor también de la sustancia que los hermana; ella es una más entre esos perros, es la que dispensa ese habitat para que los perros lo hagan suyo, es ese mundo donde las figuras, humana y animal, se difuminan en un conjunto homogéneo al que la cámara presta interés con equilibrado énfasis y con intención unidimensional.
Nada de lo social, de lo que funciona en red, parece faltarle a esa mujer, o, en todo caso, son sus decisiones y no la de los otros, incluso las que podrían ayudarla, las que dictan sus movimientos y parecen protegerla de esos contactos. Reveladora de esto último es la secuencia en la que visita a una médica en un hospital público que le indica estudios y toma de medicación y que luego de un tibio intento de seguir esas directivas, ella desecha arrojando las recetas y abandonando el efector.
Aunque desde la ficción pero coqueteando con el documental de observación, la propuesta de Citarella y Llinás remite, en algunos de sus postulados, a El hombre sin nombre, film documental del cineasta chino Wang Bing, en la que se explora la existencia de un hombre alejado a considerable distancia del mundanal ruido, que vive a expensas de sus propios recursos y explicita un estadio casi precapitalista, donde la subsistencia entraña una absoluta libertad de acción y pensamiento. En este sentido, La mujer de los perros, al igual que el relato de Wang Bing, es puro presente, no hay pasado de los protagonistas y no importa el futuro porque esa extensión se construye en el ahí y ahora de esos días que muestran el inapelable paso del tiempo; en el film de Citarella y Llinás signado por subtítulos que aluden a las estaciones climáticas con sus características benévolas o rigurosas, casi como una puntuación puesta en evidencia a través de la ropa y los movimientos de la protagonista, siempre en sintonía con los perros que acompañan ese devenir hibernando junto a ella o encantados ante el fulgor primaveral.
Hay una apoyatura musical en La mujer de los perros que abre algunas de las secuencias o subraya pasajes; está hecha en el mismo tono de intensidad minimalista con que fluye el relato y expresa momentos clave como los cambios de ánimo de la protagonista, el ir de un estado a otro, sin gestos graves ni grandilocuencia, sino modificando brevemente su interlocución interior, variando el eje de su mirada en la que la cámara se detiene para que sea sólo esa expresión la que revele un estado de cosas. Al parecer nada más necesitó este relato para poner de relieve el universo escindido de una mujer y sus perros, nada más que manifestar la oscilación consciente, medida, de un carácter resguardado de posibles violencias surgidas del entorno y a las que ella mantiene a raya –algunos jóvenes se burlan de ella pero al mismo tiempo parecen temerle– para andar a sus anchas por ese (su) territorio en donde nada le falta, ni aun el sexo ocasional con un conocido, un indicio de cierta plenitud que persigue. Y que el final ilumina cuando deambula con un perro en brazos por los alrededores de una laguna, de una hondonada barrosa en las que los vecinos de la zona ritualizan el esparcimiento en el más lúdico de los sinsentidos; una sonrisa leve pero luminosa transmuta el rostro de la mujer de los perros en su caminata fantasmal entre esos seres que están cerca pero de los que una pared invisible la separa. Con la luz evanescente de un atardecer, el cuadro último impresiona la figura de la mujer mientras se aleja y se desmaterializa, seguramente para volver a su propia dimensión.