Todo indica, en la historia del cine de comedia musical, que si la coreografía, la banda sonora y las canciones funcionan, y el argumento mínimamente está en sintonía, va camino a agradar a un amplio arco de público que busca allí una fortuita evasión. Una fórmula que Hollywood, más que el cine de cualquier otro lugar, sabe usar con eficacia y con la que sustancia los pilares de su credo: la fantasía, el canto que todo lo redime, los sueños con los que se vive, la pertinaz incorrección para señalar deficiencias de un sistema capaz de digerir cualquier disonancia, todo cabe en estas propuestas y los ejemplos son casi tópicos en la senda de la industria norteamericana y abarcan –por poner ejemplos al azar–, desde la contundente Amor sin barreras (1961), hasta la flojísima Moulin Rouge (2001). Y también marcan un estado de cosas del seno social de donde surgen –como no suele escapar a cualquier otro género, en general– y que en la comedia musical toman otros aires, los de tornar cualquier signo belicoso contra lo indeterminado y lo que nunca funcionará, en una amable y esplendorosa secuencia de baile donde esos mismos signos terminan ablandados. Si puede prescindirse un tanto de esa parte de la atención –nada fácil desde ya– puede entrarse cómodamente en ese universo donde el amor romántico y el equívoco destino baten alas y, literalmente, se elevan sobre las estrellas (del decorado de un set, de las facturadas por un software) con el candor de una grandilocuencia fugaz, de momento irrepetible, de vasta comunión con un romanticismo capaz de mover fibras íntimas.
La multinominada al Oscar La La Land (suma catorce posibilidades incluidas las cuatro principales) toca esta última tecla, y lo hace con un despliegue eficaz de coreografía y baile, y con canciones pop bastante edulcoradas aunque funcionales. Y también, y sobre todo, con una cualidad técnica afincada en el ritmo de las escenas y en la iluminación, y en una edición con música propia. Es decir, sostiene un relato de amor utilizando los recursos con que el cine puede potenciar las coreografías: amplitud de planos –como en la secuencia inicial del embotellamiento– y grúas en todas las direcciones para que la cámara panee por sobre los movimientos de la danza, por sobre las voces de quienes cantan forjando una composición contenedora de todo aquello que fluye en la letra de las canciones. Como se dijo, La La Land, dirigida por Damien Chazelle (Whiplash, 2014), cuenta la historia de amor que ocurre entre Mia y Sebastian, quienes, desconocidos entre ellos, van cruzándose en tensas situaciones hasta que la chispa se enciende y la atracción ya no tendrá vuelta atrás e irá creciendo coreografía tras coreografía y canción tras canción, hasta quedar sellada en la secuencia de tap que ambos bailan sobre el alto de una calle –una probable Mullholland Drive– de Los Ángeles, que es allí donde transcurre toda la acción. Y como Mia es una aspirante a actriz y va peleando audiciones, y Sebastian es un pianista que muere por el jazz y sus chances son pobrísimas porque el género está en retroceso, mucho de lo que pasa entre ellos tiene como contexto los estudios Warner, es decir, parte del corazón de Hollywood, donde la comedia de apertura y encuentro irá tornándose dramática y luego, a su manera, trágica. Justamente este último componente es el que corre a La La Land del mero oportunismo de las comedias musicales sobre las que se monta un transcurrir exaltado y feliz; allí, Chazelle da un giro de guión que le permite plantear el sinsabor que surge tras el dilema de las exigencias del oficio y del amor, generalmente a distancia considerable entre ellos y la más de las veces irreconciliables. Y en evidencia también quedan la hipocresía y la frialdad del mundo de la gran industria cinematográfica, el estrés y los ninguneos en las audiciones. Al mismo tiempo se cuela una nostálgica sensación de que parte de la tradición de ese universo, tamizado en rescates de films y de salas, que el Hollywood actual debería guardar celosamente, ya no es objeto de cuidado: los amantes van a ver una función de Rebelde sin causa luego de una cita que parecía destinada al fracaso y el celuloide se quema y, días más tarde, a la sala de cine se la verá cerrada. Algo que sugestivamente, Chazelle va enlazando con las peripecias y el devenir de ese amor.
Claro que este conflicto tiene lugar en una línea de exposición que se detiene justo antes de que la historia requiera otros rigores, de esas en que surge la pregunta de por qué no insisten si se gustan y se aceptan tanto. Lo que vuelve el asunto a lo señalado más arriba, Chazelle raramente se apartará de los predicados de la comedia, de aquellos insoslayables en que todo resulta una buena excusa para el surgimiento de una canción y su consecuente danza. Todo esto hecho con espectacular suficiencia y con un casting que tiene en Emma Stone y en Ryan Gosling, en ese orden, dos actores con amplios recursos para este desafío de sus carreras, que generalmente transitan otras sendas genéricas. El previsible baile final es un ejemplo, ya que pudiendo haberlo ahorrado argumentalmente, Chazelle lo enfatiza en términos de ensoñación emotiva, casi como un broche de homenaje al musical de todos los tiempos made in Hollywood.