La nada queriendo ser el todo se extingue, como se extinguen las sombras en sus antros, como se extingue el día, hasta ahora siempre para resurgir en el este, para llenar de sol las horas que vendrán; pero este resurgimiento del día no es sino que el final de la noche, por eso, en este día y cada día, elegimos como niños si queremos ver las cosas terminar o empezar. Elegimos si queremos ver la nada siendo el todo, o si la queremos ver morir en el intento. La nada queriendo ser el todo desaparece, como desaparecen los jóvenes que dejan su pueblo para venir a la ciudad a estudiar algo que haga de su futuro un futuro; viven en departamentos raskolnikovnianos del nuevo milenio, que en vez de pequeñas bibliotecas tienen notebooks brillosas provenientes de algún préstamo de un banco de pueblo, o de los ahorros de los padres, que quieren que el futuro de su hija sea la prolongación del suyo, que desesperados lo ven extinguirse, perderse a lo lejos; transmiten la negación de verse morir donde murieron sus padres a su nena, que con 19 años camina la ciudad, atravesando los mastodontes de cemento, pensando en su carrera.
La nada cuando admite que no va a ser el todo repliega sus tropas invisibles y se marcha silenciosa: terminan sus carreras y se hacen parte de la ciudad, o dejan sus carreras y empiezan a trabajar, con su cuerpo y su mirada como único currículum y referente, y están quienes dejan la carrera y con ella la ciudad, vuelven a sus pueblos y en una mirada sus padres comprenden que no hay caso, que su pequeña ilusión no va a morir en la ciudad, sino que donde nació, entre campos y bajo el cielo infinito, y que, no está tan mal, una sonrisa rara envenena sus rostros, ese estudiante que ya no es estudiante al primer lunes empieza a trabajar en la pequeña tienda pueblerina de su papá, en todo eso hay algo parecido a la felicidad, pero que sin dudas no es la felicidad: es la costumbre, es poder satisfacer la costumbre.
Y están, por último, los que abandonan la carrera, el departamento, pero no abandonan la ciudad. Descubren que el sueño de ser odontólogos, profesores, abogados, no era su sueño sino los de otros, descubren un gran barco sin rumbo, y se enamoran de él, por lo que en el medio de la desazón de no tener rumbo pierden el rumbo de sus vidas, se terminan las horas cátedra, se terminan los sobres con dinero y algún mensaje de sus padres. Se termina la televisión y el internet. “Hay una pensión a dos cuadras, por Mendoza”, le dice el portero de lo que fue su edificio cuando cargando solamente una caja desaloja su viejo departamento para los nuevos inquilinos. Y va con la cajita y algunos pesos a la pensión. También se hace a su manera parte de la ciudad. Lo hace sinceramente, casi sin querer, solamente porque el orgullo al orgullo le impide volver, se hace tan de la ciudad como la capa de cemento que la cubre, como el atardecer en el río, el morir (o nacer) del día, se hace tan de la ciudad como el borracho legendario del bar legendario se hace y es la ciudad. No tiene nada, pero tiene lo que sus compañeros recibidos no tienen, el recuerdo fresco del paso del mundo, incesante, paso sobre paso sobre la ciudad, sobre sus calles y avenidas, tiene la noción de estar pero no ser, tiene lo que no tiene, la falta de dinero es el salario que recibe por ser el encargado de ver caminar el mundo y saludar a los vecinos, de ver salir al sol matando a la noche pero pariendo el día. Se pierde como un perro que busca su cola en la ciudad, para él es perderse en el infinito y es donde comprende que la nada queriendo ser el todo se extingue, pero si el sol saliendo no extingue a la noche, entonces, la nada siendo nada no mata, sino que embaraza.