A mediados de la década del 50 del siglo pasado Argentina sufrió uno de los embates epidémicos más terribles de los que se tenga memoria porque particularmente se ensañó con niños y jóvenes.
Fue en 1956, cuando la poliomielitis afectó a más de seis mil personas y generó un pánico sin precedentes en la población que no sabía exactamente cómo aislar a sus hijos menores. Un brote de la misma enfermedad se había dado en 1942 pero no se había extendido tanto y además las víctimas habían sido menores.
Pero en 1956, alrededor de 700 chicos murieron y muchísimos otros quedaron con secuelas de parálisis irreversibles.
Todavía con pocos bolsones de pobreza diseminados en las grandes urbes –situación que se profundizaría en los años venideros con las políticas implementadas por la autodenominada Revolución Libertadora–, la epidemia hizo estragos sobre todo en sectores de clase media y media baja que se desquiciaron tomando medidas de higiene como volver a pintar sus hogares con cal –que se sugería como antiséptico–, comprando lavandina en cantidad y desabasteciendo los comercios y encerrando a los niños en sus habitaciones o confinándolos en algún sitio de la casa que sirviera para esos fines.
Un estado ausente
El gobierno, que al principio se mostró desorientado y sin tener demasiada idea de qué medidas implementar, tuvo suerte porque contaba con un robusto sistema de salud pública implementado durante los años del peronismo.
Los hospitales eran un dechado de modernidad y contaban con suficientes plazas para casos de emergencia. Sin embargo, el gobierno golpista de Pedro E. Aramburu tardó cerca de tres meses en admitir lo que estaba pasando, incluso ignorando la información publicada en los medios colaboradores, diarios y radios, que daban cuenta del avance vertiginoso de la polio desde fines de 1955, cuando se detectaron los primeros casos.
Fotografías de la época dan perfecta cuenta del miedo que se instaló entre la gente, sobre todo en las madres recientes, que envolvían completamente a sus bebés en sábanas dejando solamente afuera sus cabezas.
Hubo casos en que el envoltorio había sido apretado con tal fuerza que algunos niños sufrieron principios de asfixias. Aunque era muy cierto que el virus afectaba sobre todo a los niños, la alarma de las madres fue exagerada ya que el contagio se daba de persona a persona y con mantener a los pequeños aislados de otros niños era suficiente resguardo.
El virus y las vacunas
La poliomielitis era una enfermedad que afectaba las extremidades inferiores de los niños y adolescentes, las principales víctimas, en una franja que iba desde bebés hasta los 15 años, aunque en 1956 hubo pocos enfermos mayores de diez años.
La transmisión era personal y a través de secreciones respiratorias, y la mayoría de las infecciones eran asintomáticas, lo que generaba confusión al principio.
El virus podía entrar al sistema nervioso central destruyendo las neuronas que activan el movimiento, provocando debilidad y luego parálisis. Los primeros indicios del virus se tienen gracias a las investigaciones del científico alemán Jakob Heiden que trabajó sobre una cadena de casos similares que le ayudaron a reconocerlo.
Otro investigador sueco, Ed Meiden, también agregaría algunas otras características para conformar un patrón. Pasaría casi medio siglo cuando a principios del XX se comenzó a propagar de un modo alarmante y recién en 1949, el bacteriólogo John Enders lograría cultivar el virus en el interior de tejidos.
Ese nuevo paso permitió al epidemiólogo Jonas E. Salk crear una vacuna para enfrentar a la poliomielitis que recién estuvo en condiciones de ser usada en 1954.
Otra vacuna similar fue desarrollada por el virólogo de origen polaco Albert Sabin en 1964 y tenía una potente efectividad puesto que atacaba los distintos tipos de polio, es decir, de virus, que se diferenciaban en el daño producido si eran tomados y tratados a tiempo.
El peor resultado, claro, era la muerte por parálisis del diafragma, y si se zafaba, apenas un poco menos dañino era la parálisis de los miembros inferiores, que directamente se atrofiaban e impedían la movilidad de los niños y los condenaba de por vida.
A partir del hallazgo de Sabin, la vacunación comenzó a hacerse masiva. De todos modos, Sabin es deudor de los primeros desarrollos de Salk en los que se basó para perfeccionar la vacuna a partir de virus vivos debilitados que ampliaban el periodo de inmunidad.
Un estado presente
En estos días aciagos donde el Covid-19 tiene al mundo contra las cuerdas y al país en zozobra pese a las condiciones menos drásticas en relación a la escalada del virus en otros lugares del planeta, con su estatus de pandemia, puede verse sin embargo que el temor que genera puede ser comparable al de aquella epidemia de polio y que la diferencia en el avance de las enfermedades tiene que ver fundamentalmente con quienes gobiernan.
A mediados de 1957, ya casi amesetada completamente la polio, funcionarios del gobierno de la Revolución Libertadora hicieron veladas críticas al desmanejo inicial de la enfermedad que hubiera evitado su veloz propagación; hicieron hincapié en que se había dicho que se trataba sólo de una enfermedad que ocurría en sitios de explícita pobreza y que se iría viendo cómo se aislaban a esos sectores.
Lamentablemente la situación fue otra y arrasó con el negacionismo del gobierno comandado por Aramburu, ya denunciado a través de informaciones clandestinas que la llamada Resistencia Peronista hacía circular entre la población y ciertos medios.
Allí se alertaba sobre todo del éxodo que se producía desde localidades del interior donde familias desesperadas por la falta de atención se desplazaban hacia Buenos Aires.
Esa inacción original del gobierno golpista puso al desnudo la absoluta imprevisión ante el avance vertiginoso de la polio y el desprecio por amplias franjas de la población.
En esa oportunidad la reacción fue de la gente, que se protegía con los métodos recomendados por algunos médicos que sí estaban al tanto del virus y de la rapidez de su propagación. Además de la pintura a la cal con que blanqueaban hasta los árboles de las veredas, el método de la planta medicinal del alcanfor se hizo masivo en corto tiempo ya que su uso era recomendable contra la tos y la congestión nasal.
Acicateado hasta por los medios amigos, el gobierno accedió a la compra de pulmotores, pero estos equipos llegaron tarde y si muchos pacientes se recuperaron y los infectados no pasaron el número de siete mil fue gracias a la atención del personal sanitario de hospitales públicos que venían de la escuela de Ramón Carrillo, la eminencia central en salud del gobierno peronista.
Ante la desidia del gobierno argentino, Uruguay y Brasil, que tuvieron algunos casos aislados, cerraron momentáneamente sus fronteras, que sólo abrieron el invierno siguiente cuando la llegada del invierno y las campañas de vacunación hicieron descender abruptamente los brotes.
Más tarde llegaría la famosa Sabin oral, que permitió la erradicación del virus. Es evidente que la historia se repite, ahora en un grado tal vez más acuciante –aunque sin dudas el brote de polio de aquella época también debe haber resultado terrible– y que el Estado tiene un rol fundamental en el control y posible freno de estos virus, y que las sociedades están tan vulneradas en sus derechos a la salud que si las medidas no son tomadas a tiempo los riesgos son letales.
En Argentina, hoy, para enfrentar al Covid-19 hay un gobierno en las antípodas de aquel tristemente célebre que asoló a las grandes mayorías en esos fatídicos años en que cundió la polio.