El Déjà vu de la peor tragedia, algo que estaba latente, una “espeluznante acción fantasmal a distancia”.
Esa tragedia ya vista, ya vivida anteriormente es, precisamente, la que dispara en el presente y con toda su artillería el dramaturgo y director rosarino Aldo El-Jatib en La Orden del Dragón, último trabajo estrenado al frente de El Rayo Misterioso en el marco de sus 25 años de recorrido desde que creara el grupo en 1994.
El año del último golpe de Estado, en marzo de 1976, fue el Año del Dragón. El mensaje de un poder siniestro que empezaba a desarrollar su sínodo trágico de persecuciones, desapariciones, torturas y muerte en la Argentina es el que reaparece en primer plano en esta nueva propuesta de El Rayo que, una vez más, logra resignificar su poética frente a la reinstalación de la derecha en el país, en un presente continuo en el que el paso del tiempo, como en una Cinta de Möbius, se desdibuja y desaparece.
Como lo hacía el gran maestro polaco Tadeusz Kantor y como lo ha hecho a lo largo de todo su recorrido, El-Jatib desarrolla una propuesta poética, política y espectacular centrada en lo visual, en particular alrededor de un gran objeto totémico construido con los despojos de un pasado “habitable”, y al mismo tiempo, en el cuerpo de sus magníficos actores y en las repeticiones de sus acciones que, en términos de significado, buscan la artificialidad y el vaciamiento de sentido para potenciar el mensaje que todo el tiempo se sostiene en un primer plano.
En este nuevo trabajo, el creador de MUZ, montaje al que en varios aspectos parece tributar aquí una especie de homenaje apela a la superposición de planos dramáticos que se tiñen de un sinnúmero de acciones rigurosamente coreografiadas y donde lo textual, a diferencia de otros montajes, adquiere una inusitada relevancia. En particular, desde la irrupción de una serie de monólogos a público que transitan los personajes (los principales, La Maga, La Vieja, La Mimi, El Ñomo, Pirulo y Fifí) en su faceta más realista, y que surgieron de algunos de los testimonios reales de muchas de las víctimas de la última dictadura.
Pero no conforme con eso, con la misma ironía y dolor que Señora 1 y Señora 2, los personajes de Litófagas, obra fundante del lenguaje absurdo “eljatibiano” se preguntaban entre apagones por sus hijos desaparecidos mientras detenían por un instante sus escobas, también hay aquí una mirada de soslayo, un pantallazo oblicuo a la problemática central donde se refleja la complicidad silenciosa de un vasto sector de la sociedad y una serie de fenómenos distractivos, entre otros, los de la publicidad, sin dejar de lado que desde el texto y desde las acciones El-Jatib también potencia y desenmascara esa mueca fatal que edifica a cada uno de sus personajes.
También reaparecen escenas que han sido una constante dentro de la producción dramática de El Rayo en estos 25 años, como la comida y reunión familiar donde se origina la violencia, ahora remedando el basural y la pobreza extrema de la inmanente RAM, del mismo modo que Las Erinias (o las brujas en Macbeth), que alejadas del rojo furioso de La consagración de las furias caricaturizan la impronta de tres señoras de la alta sociedad que conspiran y urden el mal.
Es en medio de ese magma de cuerpos y palabras, de esa pulsión inagotable de ideas a borbotones tan propia de este valioso equipo de trabajo de trascendencia nacional e internacional cuya amplitud poética va del tango a la tragedia griega, donde prevalecen la profundidad y la desmesura del mal. El-Jatib y sus actores plasman escenas de una belleza radical, de un inusual lirismo que, al mismo tiempo, se valen de lo atroz, el sinsentido de la muerte y la pérdida de los valores esenciales.
Allí, la desnudez se revela desde su costado más pictórico: los cuerpos son definitivamente instrumentos poéticos, y la precisión de las fugas conspira a favor de cada una de las bellas y al mismo tiempo aterradoras escenas.
Como también es un clásico en la vasta producción del grupo (y particularmente en este montaje) hay algunos datos que se sostienen en el tiempo: la claridad ideológica y el funcionamiento de un dispositivo escénico que se edifica y deconstruye a partir de la idea de una nueva puerta, ahora la un auto (todo un símbolo) que “chupa” cuerpos y “escupe” cadáveres y que junto con la dramaticidad que prevalece en la puesta de luces y el siempre conmocionante universo sonoro son marcas indelebles de la más cruel y oscura de las noches de la historia argentina reciente donde Dios, por si quedaba alguna duda, vuelve a ser una máquina de humo.