Por Lucila De Ponti / Diputada Provincial – Santa Fe Sin Miedo
Si hay un signo de época, es lo efímero. Todo lo sólido se desvanece en el aire, como decía un filósofo alemán. La discusión política no escapa a esta condición. Calmado -en apariencia al menos- el escándalo por la impericia y la mala fe de la ministra de Capital Humano Sandra Petovello, la emergencia alimentaria salió de la agenda pública. Nuevos problemas tomaron la centralidad.
Pero lo cierto es que la mitad de los nenes de Santa Fe siguen viviendo en un hogar que no alcanza a cubrir sus necesidades básicas. Y sus padres tienen que recurrir a comedores y merenderos para poder poner comida sobre la mesa. Paradoja, en una provincia que produce alimentos para cientos de millones de personas. El tema cobra aquí una relevancia especial. Porque queda claro que no es producto del azar o el destino: es a todas luces una injusticia. Que por acción u omisión, todos avalamos.
El otro día, hablando con vecinos del departamento La Capital, me preguntaban por el número exacto de comedores que hay en el Gran Santa Fe, donde la pobreza infantil supera la media provincial, llegando al 67%. Sí, escribí bien. Prácticamente 7 de cada 10 chicos santafesinos viven en la pobreza. Y vale aclarar que estos datos son del último semestre de 2023, antes de la devaluación y el brutal ajuste que aplicó Javier Milei, y que muchos gobiernos provinciales -el nuestro también- acompañaron.
La cuestión es que no pude responderles la duda. Porque nadie puede saberlo. En la Argentina libertaria, lo único que crece es la demanda por ayuda alimentaria. Y la oferta es fluctuante. Prácticamente todas las semanas se abren nuevos comedores, impulsados por vecinos que se organizan solidariamente para darle de comer a sus hijos y a los de los demás, y se cierran otros, abandonados a su suerte por un Estado que es incapaz de ordenar de forma coherente. Hay comedores escolares, que dependen del Ministerio de Educación. Hay merenderos comunitarios, que se autogestionan con donaciones de los comercios de la zona. Hay comedores que reciben alimentos de las municipalidades, otros de la provincia, algunos (ya muy pocos) de Nación, otros que se apoyan en la estructura de la Iglesia, los evangélicos o las ONGs. También hay combinaciones de todas estas posibilidades, y también otros que van cambiando según las circunstancias. No hay ningún tipo de registro unificado, ni de datos fehacientes, que permitan tejer un mapa en tiempo real de los comedores y merenderos, porque no existe una política seria y sostenida para erradicar el hambre. Y porque además es imposible que la situación cambie, si no hay un cambio estructural.
Seamos claros. Mientras no existan políticas de trabajo y producción, que permitan a las personas acceder a un trabajo en condiciones dignas, y mientras los sueldos sigan perdiendo por goleada contra el resto de los precios de una economía rota, emparchada y vuelta a romper, los comedores y merenderos van a seguir multiplicándose. Por lo que atacarlos y limar su legitimidad no es sólo querer tapar el sol con las manos, si no una forma que encuentran los funcionarios para desligar su responsabilidad frente a una situación que los supera. Porque hay algo que sí es cierto: no están a la altura. Ni intelectual ni anímicamente.
Del otro lado, hay personas de a pie, comprometidas en lo social, a las que esta situación les da vergüenza. Lo escucho mucho. En los comedores: “me da vergüenza venir a pedir la comida todas las noches”, “me da vergüenza tener que decirles a los que siguen haciendo la cola que ya no hay más”. Pero también en ámbitos más generales, cuando se habla del tema: “me da vergüenza que en el país de las vacas haya quien no pueda comer carne por semanas”. “Me da vergüenza que como argentinos no podamos resolver algo tan básico como la comida de la gente”.
Se puede comprender ese sentimiento. Y hasta compartirlo. Estamos frente a un problema grave. Pero a mí me gusta mirar el vaso medio lleno. Quizás porque lo aprendí de las referentas barriales con las que me formé como militante, que nunca bajaban los brazos, que siempre encontraban la forma de hacer estirar el guiso para que alcance para todos. Hay algo que no se dice mucho: que haya millones de argentinos que tengan que buscar alimentos en comedores, también significa que hay otros tantos millones que se juntan, se organizan y forman esos comedores. Llevando adelante la tarea más perdurable que un ser humano puede realizar: sentir como propio el dolor ajeno, e intentar sanarlo.
Hace unos días, 18 gobernadores llegaron a Tucumán para firmar junto al presidente y su hermana un papel al cuál llamaron “Pacto de Mayo”. Entre esos 10 puntos no se incluye ningún objetivo que ponga entre las prioridades del país eliminar la indigencia, reducir la pobreza o erradicar el hambre, ni nada parecido. Evidentemente no está, entre las prioridades de quienes gobiernan, trabajar para que millones de familias argentinas dejen de estar en emergencia alimentaria. O dicho de otra forma, para que se termine el miedo de no poder poner para tus hijos un plato de comida en la mesa.