Gran parte de la humanidad recuerda en estos días sucesos importantes que confluyen en dos pascuas: la judía y la cristiana. Parecen diferentes y lo son en cierto modo, pero en el fondo las dos exaltan las mismas cosas, fundamentales en la vida del hombre: la libertad, la justicia, la paz interior que determina, al fin, la paz social. El relato judaico habla de un pueblo esclavizado en Egipto, torturado por el monarca, que clama por su liberación y acciona por ella. Se lanza al desierto para alcanzar la Tierra Prometida, propósito que finalmente logra.
En la historia cristiana el torturado es un hombre (judío), Jesús, ungido de divinidad por la propia divinidad. Un hombre en el que se funde y confunde toda la humanidad porque, como dice el dogma: “Tomó para sí todos los males” de la humanidad y merced a ello liberó a todos, de todos los tiempos. En esta historia hay también una esclavitud (tormentos previos a la crucifixión), un desierto doloroso (la cruz y la muerte) y existe también una Tierra Prometida: la resurrección de ese hombre, y por tanto la esperanza de una resurrección para todos los hombres ¿Pero de qué resurrección hablamos? Más allá de lo estrictamente teológico, está implícita, en los dos mensajes pascuales, la resurrección de todos los hombres a una nueva vida signada por la libertad y la justicia.
La historia de la humanidad, de cada persona, no difiere de estas dos historias. En algún momento de la vida el ser humano soporta esclavitudes de diversa especie, atraviesa desiertos y se propone resucitar a una vida digna. A veces, muchas ciertamente, alcanzar la meta es difícil para el hombre común en razón de los factores externos, de los diversos poderes que condicionan, actúan para sí, pero no establecen reglas y acciones para el bien común.
El predicador de la Casa Pontificia, padre Raniero Cantalamessa, acaba de decir en las celebraciones realizadas en Roma que “el dinero (Mammona), no es uno de tantos ídolos; es el ídolo por antonomasia; literalmente, el ídolo de metal fundido”. Y añade que “es el anti-dios porque crea un universo espiritual alternativo, cambia el objeto a las virtudes teologales. Fe, esperanza y caridad ya no se ponen en Dios, sino en el dinero. Se opera una siniestra inversión de todos los valores. Todo es posible para el que cree, dice la escritura; pero el mundo dice: «Todo es posible para quien tiene dinero». Y, en un cierto nivel, todos los hechos parecen darle la razón”.
Sigue diciendo el religioso que “detrás de cada mal de nuestra sociedad está el dinero o, al menos, está también el dinero. ¿Qué hay detrás del comercio de la droga que destruye tantas vidas humanas, detrás del fenómeno de la mafia y de la camorra, la corrupción política, la fabricación y el comercio de armas, e incluso —cosa que resulta horrible decir— a la venta de órganos humanos extirpados a niños? Y la crisis financiera que el mundo ha atravesado y este país aún está atravesando, ¿no es debida en buena parte a la «detestable codicia de dinero…?
Y va más allá: “¿no es ya escandaloso que algunos perciban sueldos y pensiones cien veces superiores a los de quienes trabajan en sus dependencias y que levanten la voz en cuanto se apunta la posibilidad de tener que renunciar a algo, de cara a una mayor justicia social?”
En efecto, detrás de cada mal del ser humano está también el dinero; el dinero entendido como acumulación aberrante de riquezas, como una patológica y cruel codicia. Claro que no se trata sólo de dinero. Hay otras cuestiones: como el poder mal usado, la ambición de gloria exacerbada, el concepto de éxito mal entendido, cosas que llevan necesariamente al daño de muchos.
Sin embargo, todo parece girar en torno del dinero, la avaricia y la codicia. Así sucedió en el desierto, cuando una parte de los hebreos decide adorar al dios de oro, o en la historia de Jesús, cuando Iscariote lo traiciona por 30 denarios. Y allí también se refleja la historia de la humanidad. Una humanidad devastada por viles intereses de unos que determina el hambre de otros (léase esclavitud y crucifixión).
Desafortunadamente, aquellos líderes políticos devenidos gobernantes que debieron y deben regular las cosas de modo que exista una mayor armonía, una equidad más acentuada en la vida social para una merecida paz personal, han hecho y hacen agua en muchos casos.
El concepto de democracia ha sido desvirtuado, y de deber ser el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, se ha convertido en el gobierno de una corporación que está en camino de establecer como cultura que la democracia es, no más, que el gobierno de los elegidos por el pueblo y punto. Luego, los buenos propósitos del poder se diluyen en un oscuro cono de sombra. En la actual democracia el acto fundamental es la elección. Todo lo demás, que es lo importante en rigor de verdad, poco interesa. Entra a jugar, entonces, el poder en función del político gobernante y su grupo, pero no el poder para el bien común.
El dinero, como queda visto en todo el mundo, juega aquí, también, un papel preponderante. No son extrañas, entonces, aberraciones tales como guerras, comercios ilícitos, corrupción, sojuzgamiento de pueblos y personas, narcotráfico, etcétera, todo a la vista de un sector más interesado siempre en ver de qué modo se perpetúa en el gobierno, que en la utilización de éste para la felicidad del hombre.
Así las cosas, el hombre común, el ciudadano arrastrado por un vendaval de injusticias, violencia, desconsideraciones e indiferencias, sigue clavado en el madero, aguardando su resurrección.