Por Roberto Parrottino / Tiempo Argentino
Al menos una vez por semana, en el deporte de Estados Unidos, hay un acto racista. En el país mueren siete personas por ser afrodescendientes cada 24 horas. Las denuncias de comportamientos racistas en el deporte, según el Instituto de Diversidad y Ética del Deporte, crecieron 372% con Donald Trump en la presidencia. George Floyd (46 años, desempleado en plena pandemia, estrangulado con la rodilla por un policía blanco durante siete minutos) había sido jugador de fútbol americano en la Yates High School de Houston antes de mudarse a Minneapolis.
“Big Floyd”, un grandulón amable, jugaba de tight end (ala cerrada) y anotaba touchdowns. En 1992 había participado en la final del estado de Texas ante Temple. Alumnos de la Yates High School marcharon con la camiseta roja y dorada del equipo y una frase: “No puedo respirar”. Es una parte de las últimas palabras de Floyd: “Estoy acabado, tengo claustrofobia, me duele el estómago, me duele el cuello, me duele todo, un poco de agua, por favor, por favor, no puedo respirar, agente, no me mate”.
Marcus Thuram, delantero de Borussia Mönchengladbach, apoyó la rodilla en el césped como festejo de un gol en el 4-1 ante Union Berlin por la Bundesliga. Thuram imitó el gesto de Colin Kaepernick. En 2016, el mariscal de campo de los San Francisco 49ers comenzó a arrodillarse cuando sonaba el himno estadounidense en protesta por los asesinatos de policías a negros. Kaepernick es hoy vetado por los propietarios de los equipos de la National Football League (NFL), en su mayoría aportantes a la campaña de Trump.
Marcus es hijo de Lilian Thuram, defensor campeón con la selección de Francia en el Mundial 98. Lilian nació en la isla de Guadalupe, territorio francés en América Central, y llegó a los nueve años a París. En la escuela le decían “Negrita”, por una vaca negra y tonta de un dibujo animado. Thuram, que llamó Marcus a su hijo por Marcus Garvey, célebre predicador jamaiquino en favor de los derechos de los negros, tiene una fundación de educación contra el racismo.
“¿Por qué hay racismo en nuestra sociedad, por qué hay sexismo, por qué hay homofobia? -se preguntó una vez- Porque la gente no entiende que a veces lo que pensamos está vinculado al pasado, y en el pasado hubo jerarquías instaladas. No hay que tolerar: hay que respetar. ¿Por qué no me respetas? Porque es el fruto de la historia”.
En 2008, apenas retirado, Lilian Thuram visitó el Museo Internacional de la Esclavitud en Liverpool, cuyo puerto llegó a controlar a fines del siglo XVIII el 40% del comercio de africanos en el mundo. Vio cadenas, grilletes, látigos y réplicas de barcos. Ahora el plantel del Liverpool posó con la rodilla en el césped distribuido en el círculo central del estadio Anfield. El alemán Jurgen Klopp, entrenador del Liverpool, próximo a coronarse campeón de Premier League después de 30 años, dirigió antes a Borussia Dortmund, un club, explicó, que “representa la diversidad” y la oposición a “cualquier tipo de racismo, antisemitismo y discriminación”.
No sólo Marcus Thuram -22 años, nacido en Italia- dedicó su gol a George Floyd el fin de semana en la Bundesliga. Weston McKennie -21 años, estadounidense de Texas- lució un brazalete en su camiseta de Schalke 04: “Justice For George”. El inglés Jadon Sancho (20), gran promesa del fútbol mundial, hijo de padres inmigrantes de Trinidad y Tobago, mostró ese mensaje en una remera debajo de la camiseta de Borussia Dortmund, al igual que Achraf Hakimi, el lateral derecho de 21 años que nació en Madrid pero representa a Marruecos, país de su familia.
Thuram, McKennie, Sancho y Hakimi conocen la discriminación. Y desafiaron las reglas de la Fifa, que sanciona expresiones políticas en la cancha, aunque ahora le pidió a la Federación Alemana de Fútbol que no las aplique. Se trata de Estados Unidos y Trump, enemigos desde el Fifa-Gate.
“Por fortuna -escribió Santiago Segurola en El País-, estos chicos saben que el fútbol es un vehículo de primera calidad para decir a la gente que la miseria del racismo es intolerable y convierte en universal la cruel escena que se produjo en una calle cualquiera de Minneapolis”.
Hoy retorna el fútbol en Portugal, donde ocurrió el último caso de racismo en Europa antes de que se parara la pelota por el coronavirus. En febrero, el franco-maliense Moussa Marega, delantero de Porto, dejó la cancha de Vitória de Guimarães, a pesar de los intentos para que no saliera de compañeros, rivales y árbitro, después de que escuchara gritos de mono y cánticos racistas. Guimarães recibió una sanción: 7140 euros por daños materiales, 4017 por uso de pirotecnia, 3392 por tirar objetos y 714 por insultos racistas. “¡No! ¡Es mucho! ¿Puedo pagar por ellos?”, ironizó Marega. Es el precio del racismo en el fútbol.
La historia política del deporte de Estados Unidos es extensa y profusa. Y tiene en el centro de la escena a Muhammad Ali, boxeador y bocón, vuelto al presente después del asesinato de Floyd que puso en llamas a Estados Unidos. Y que despertó a estrellas habituadas a declararse “apolíticos”, como Michael Jordan. Fue Kareem Abdul-Jabbar, máximo anotador de puntos en la historia de la NBA y convertido al Islam después de leer la autobiografía de Malcolm X, militante por los derechos afroamericanos asesinado en 1965, quien mejor graficó la realidad.
“El racismo en Estados Unidos -escribió Abdul-Jabbar en Los Angeles Times- es como el polvo en el aire. Parece invisible, incluso si te estás asfixiando en él, hasta que dejas entrar el sol. Entonces ves que está en todas partes. Mientras dejemos entrar la luz, tendremos la posibilidad de limpiarlo. Pero tenemos que estar atentos, porque siempre está en el aire”.