El año culmina para Israel y la Autoridad Palestina (AP) con signos de tensión tan obvios que ya nadie recuerda que se había iniciado con febriles negociaciones patrocinadas por los Estados Unidos y continuado con un rezo ecuménico de Francisco en el Vaticano que quedó sólo en las buenas intenciones del Papa.
La reciente marea de ataques y contraataques en Jerusalén, Galilea, Nazaret y ciudades de Cisjordania, impulsados por sectores radicales judíos y palestinos, no sólo fomenta la creencia en la gestación de una Tercera Intifada –hay quienes incluso advierten de una guerra religiosa–, sino que excluye cualquier intento de solución pacífica en el horizonte cercano. Más cuando un nuevo gobierno tras la elección del 17 de marzo en Israel podría volcarse aún más a la derecha, prescindiendo de los miembros más moderados de la actual coalición de Benjamín Netanyahu e incluyendo a partidos ultraortodoxos.
La seguidilla de atentados terroristas que desde octubre afecta en particular a los jerosolimitanos, no obstante, no se ha expandido de tal manera que pueda hablarse de una rebelión en desarrollo, aunque sí existe una intención reconocida por parte de los sectores islamistas por despertarla.
En comparación con ocasiones precedentes, el factor sorpresa es el religioso, tal como quedó demostrado en los recientes incidentes en la Explanada de las Mezquitas, o el atentado contra la Sinagoga que el 18 de noviembre dejó siete muertos, incluidos los dos perpetradores.
La escalada no sólo atañe a árabes israelíes y palestinos, sino que los extremistas judíos ultraortodoxos alimentan el odio confesional con profanaciones de mezquitas en la Cisjordania ocupada, a la vez que los acusan de asesinatos de palestinos.
Los pueblos israelí y palestino se enfrentan a un destino compartido en una tierra compartida. No se borran unos a los otros, sostuvo ante la escalada el secretario general de las Naciones Unidas, Ban Ki-moon, quien llamó a las partes a alejarse del precipicio y encontrar el sendero de paz antes de que la esperanza y el tiempo se agoten.
Con todo, la guerra de dogmas suma chispas también con palabras. Así quedó de manifiesto con la aprobación por parte del gobierno de Benjamín Netanyahu de un proyecto de ley que define a Israel como un Estado-nación judío lo que muchos temen lleve a la discriminación de las minorías árabe y drusa.
Esta medida nacionalista llega a la par de la ampliación de las colonias en Cisjordania, la demolición de las viviendas de familiares de los terroristas palestinos y acompaña al clamor popular: si las elecciones fueran hoy, los partidos de Likud, Hogar Judío e Israel Beitenu (derecha y ultraderecha) se asegurarían en total 63 bancas sobre las 120 de la Kneset (Parlamento).
Esto implicaría el empoderamiento de agrupaciones que consideran inviables las concesiones reclamadas por la comunidad internacional y la Autoridad Palestina para la convivencia de un Estado junto al otro.
Ello, sumado a la alianza entre el presidente de la AP, Mahmud Abás, y el movimiento terrorista Hamás, mina cualquier intento de acercamiento entre las partes. “Nosotros tenemos relaciones muy complicadas con los palestinos. Y en ese punto tenemos que diferenciar entre la AP y Hamás. Nuestra meta es llegar a un modo de discusión con la AP. Es muy difícil de lograr, sobre todo en los últimos tiempos. Queremos dos Estados. La verdad es que en los años 90 me sentía un poco más optimista y hoy en día no lo estoy tanto. Es muy importante sentarse a negociar, pero ellos tienen una alianza con Hamás, que quiere destruir a Israel. En estas condiciones es muy difícil sentarse. Espero que en el futuro el señor Abás no tenga un gobierno de unidad con Hamás y que desde ese momento se pueda negociar con la AP”, reconoció el portavoz de la Cancillería israelí, Emmanuel Nahshon, a esta periodista en el marco del curso Medios de Comunicación para la paz en Zonas de Conflicto en Israel.
Según lo acordado en las negociaciones de Oslo selladas por Isaac Rabin y el líder palestino Yaser Arafat, a partir de 1993 y por un lustro, deberían haberse sentado las bases para la creación de Estado independiente palestino mientras Israel aseguraba el control transitorio de gran parte del territorio, una provisionalidad convertida en crónica. Desde entonces y hasta esta parte, la Segunda Intifada, tres ofensivas contra la Franja de Gaza y la expansión de los asentamientos en Cisjordania sumaron plomo a un conflicto que ya se mide en décadas.
Hay muchas personas que se dicen dispuestas a la paz, pero que argumentan que no hay un interlocutor del otro lado. Dicen que Abú Mazen (Abás) representa sólo a Cisjordania y que ahora está con Hamás, y que Hamás es como el Estado Islámico (EI), sostuvo Gadi Baltiansky, director de la Iniciativa de Ginebra.
“Cada día, cada año que no llegamos a un acuerdo, damos más fuerza a los extremistas de los dos lados. Para mí, el mejor camino para enfrentar a Hamás es debilitarlo con un acuerdo político, pero no veo que sea posible con un gobierno de Netanyahu y el partido de los colonos en el poder. Es necesario que cambie la coalición. Sólo dependemos de los líderes que lleguen a un acuerdo. Si ellos lo hacen, la mayoría del pueblo lo hará”, aseveró.
Tal como quedó de manifiesto en las últimas declaraciones de los líderes palestinos, la afinidad por la resistencia supera a la voluntad de mantener la cooperación con Israel en materia de seguridad. Imperan, asimismo, las campañas por recabar reconocimiento internacional, a la que ya se sumaron más de 130 países, y por la adhesión al Estatuto de Roma, que permitiría a los palestinos acceder a la Corte Penal Internacional y denunciar a Israel por crímenes de guerra. Ninguna de estas medidas, empero, conduce al fin del conflicto, cuya solución ya suena a utopía.