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La perturbadora vigencia de “La conversación”, de Francis Ford Coppola, 50 años después

La película del director de la saga "El padrino", filmada en 1974, fue una efectiva pintura de la época del caso Watergate, las escuchas ilegales que se llevaron puesto a Richard Nixon. Todavía hoy su intriga paranoica devela la nociva invasión de la privacidad como herramienta de sujeción y control


Apenas poco después de que el insigne Francis Ford Coppola, hacedor de algunas de las mejores películas norteamericanas y de la historia del cine –El Padrino I y II (1972 y 1974), Apocalypse Now (1979)– filmara La conversación (1974), su país se había conmocionado con el llamado escándalo Watergate, el affaire de espionaje político de gran resonancia que se llevó puesto el gobierno del republicano Richard Nixon luego que éste reconociera su responsabilidad. En ese film que acaba de cumplir 50 años y tiene una vigencia increíble, Coppola tomaba la temperatura de algunos de los grandes  asuntos políticos de Estados Unidos –la saga de El Padrino es una precisa aguafuerte de los vínculos de la mafia y la clase política, y también, desde un lugar diferente, Apocalypse… o Rumble Fish (1983)–, y esta vez ponía su relato al servicio de lo que puede esperarse si se espía –se las escucha, se las observa– a las personas en cualquiera de sus actos e intimidades, las consecuencias que trae esa intromisión y la vulneración de las vidas observadas que, en algunos casos, ya no volverán a ser las mismas.

La banalidad de la intriga inicial: un investigador que graba a la mujer de un empresario mientras sostiene una conversación con un empleado en una plaza, pronto se revelará como una profunda indagación sobre quien espía y sobre la misma acción y el poder que confiere. El carácter de thriller de intriga cobra en La conversación una dimensión extraordinaria ya que revelaba una práctica que se tornaría cada vez más frecuente, no solo en el ámbito de lo privado, sino en las gestiones de gobierno más interesadas por el ejercicio del poder y el sostenimiento de sus intereses que por cumplir el cometido para el que fueron elegidas. Y no es que eso no hubiera ocurrido antes –las novelas y los films de espías ya lo ponían en consideración– sino que comenzaba a descorrerse un velo sobre lo eficaz de esa herramienta para controlar a quienes toman decisiones que afectan la vida de las personas o para, en la actualidad, generar las nocivas fake news que operan sobre la opinión pública.

El protagonista de La conversación es Harry Caul –al que Gene Hackman construye con un detallismo preciosista–, un curioso detective privado –en cierto modo todos son demasiado curiosos– que vive de espiar a cualquiera por el que le paguen, pero no soporta que nadie sepa mucho de él, al punto de perseguirse porque encuentra en su casa una botella de vino de regalo para su cumpleaños y no sabe cómo dieron con la fecha de su aniversario. Harry Caul –se llama Harry porque Coppola tomó ese nombre de pila del personaje principal de El lobo estepario (1927), el libro de Hermann Hesse que estaba leyendo mientras escribía el guion– es un personaje huraño hasta la exasperación, que rechaza involucrarse emocionalmente con otras personas –sobre todo con las que espía– y también, como el Harry de Hesse, vive solo y hace su trabajo con una racionalidad imperturbable, aunque de a poco algo de lo “otro” se filtrará en su propia vida.

La aparición de unos micrófonos que podían captar sonidos a considerable distancia, la visión de Blow Up (1966), el film de (Michelangelo) Antonioni, donde se develan secretos a través de la ampliación de una fotografía, y hasta momentos de La ventana indiscreta (1954), de Alfred Hitchcock, fueron elementos influyentes en la escritura de lo que sería La conversación. Así, pese a su celoso cuidado de no involucrarse en lo más mínimo en sus operaciones –le exige a su ayudante (certera interpretación del gran John Cazale) que tenga mucho cuidado con implicarse en algún caso–, Harry Caul caerá indefectiblemente preso de una “malsana” curiosidad para su práctica y va a introducirse en esas vidas ajenas que espía. Ahí entonces se manifiesta el verdadero conflicto del relato.

Junto a los realizadores William Friedkin (Contacto en Francia, El exorcista) y Peter Bogdanovich (Luna de papel, La última película) ambos muy amigos suyos, Coppola dio vida a una productora que llamó The Director’s Company, que tenía una singular modalidad, la de que cada uno de ellos podía hacer el film que quisiera sin estar sujeto a aprobación del guion, con la única salvedad de que el presupuesto no sobrepasara los tres millones de dólares. Fue desde esa productora que Coppola filmó La conversación, un proyecto totalmente apartado de las coordenadas jugadas en El Padrino, que venía de ser un éxito resonante en el gran público y donde  pudo conciliar un tema de interés popular con una factura extraordinariamente creativa. En La conversación el tema aparecía como muy personal, ligado tal vez al clima de Guerra Fría que continuaba asolando esa época en su país y en escenarios mundiales donde EE.UU y la URSS disputaban hegemonía, pero también era producto de un gran viento a favor, puesto que los estudios apostaban a los llamados “movie brats”, conformado por directores jóvenes con gran futuro, como eran Steven Spielberg, Martin Scorsese, George Lucas, Brian De Palma y, por supuesto, el mismo Coppola.

Buena parte de La conversación se cifra en esa captura de un pedazo de realidad (la que Caul espía) y la forma en que intenta desentrañarla para dotarla de sentido. Coppola traduce detalladamente los fragmentos donde el espía escucha una y otra vez exprimiendo el significado de las conversaciones, pero siempre esa escucha se demostrará parcial ya que será imposible develar todo lo que allí se juega, escollo que conducirá a Caul a un desenlace no deseado. Todo esto armado de manera que el espectador tampoco conocerá demasiado por fuera de lo que el espía interpreta, participando de una paranoia creciente que dota de un prolífico suspenso al relato, y permitiendo que no solo sea el destino de las víctimas el que peligre, sino, al cabo de su transcurso, el del mismo espía. Esto ocurrirá cuando la pareja a la que Harry estuvo vigilando repare en su presencia y ya  no pueda pasar desapercibido como en ocasiones anteriores. Esto, claro, cuando el espía advierte que lo que estuvo haciendo podría desembocar en un asesinato; allí, la trama se invierte y el voyeur pasará a ser el vigilado y escuchado durante todo el tiempo.

Un inteligente planteo sobre el final del relato lleva a dudar sobre las acciones de Caul, que de tanto escuchar las grabaciones pudo hacer construido su propia versión de los hechos, tal vez distante de lo realmente sucedido. Se trata de una secuencia que para él se va tornando una pesadilla, sobre todo cuando queda prisionero de la paranoia de sentirse espiado y no encontrar el micrófono que lo convierte en víctima, al tiempo que rompe mueble tras mueble con tal de encontrarlo, o ya desahuciado sentarse a tocar el saxo para no sentirse morir.

La conversación es un film fascinante al que todavía hoy pueden rastreársele otros sentidos, o hacérsele nuevas lecturas acerca de las libertades vigiladas en el sistema capitalista, e incluso premonitorio en cuanto al uso de las escuchas ilegales tan comunes en estos tiempos. Todo en el film parece calculado en detalle y en esa línea el sonido ocupa un rol preponderante bajo la exclusiva arquitectura de Walter Murch, también montajista del film –Murch fue un experimentado editor–, logrando instancias superlativas como en los ruidos de la estática que impiden escuchar claramente las conversaciones de los espiados. Ese artilugio hasta provocó las quejas de los empresarios de salas que debían aclarar que no era problema del audio de sus equipos cuando los espectadores se quejaban de esos “ruidos”. En 1974, el jurado del Festival de Cannes le otorgó a La conversación la Palma de Oro, galardón litigado entre otros títulos como La angustia corroe el alma, de Rainer W.Fassbinder; Las mil y una noches, de Pier Paolo Pasolini; La prima Angélica, de Carlos Saura; Stavisky, de Alain Resnais, nada menos. 50 años después La conversación sigue conmoviendo por su perturbadora intriga paranoica y su efectiva pintura de la escucha como herramienta de sujeción y control.

 

 

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