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La Plaza de Mayo fue la cancha más grande del mundo y el diez el D10s del pueblo

Cientos de miles de personas formaron una marea humana para despedir a quien llegó de Villa Fiorito al trono del mundo. Cantos, llantos y abrazos se impusieron sobre la tensión y la represión de la Policía porteña en la despedida del ídolo

Y antes de las seis de la tarde se abrieron los portones del estadio, que no era estadio, y empezó la última agitación de la hinchada, que no era hinchada pero revoleaban camisetas y tiraban flores y daban su último aliento a grito pelado. Estaba saliendo el ídolo. En un instante pasó al olvido la represión, las trifulcas chicas o grandes que habían atravesado la jornada y otra vez la multitud era un solo cuerpo, que en paz daba su agradecimiento de corazón roto, de amor y dolor al mismo tiempo, a quien en un momento de sus vidas los hizo felices, a quien derribó todas las barreras, desde Villa Fiorito al trono del mundo. La marea humana que había logrado llegar a la Casa Rosada, le decía ad10s a Diego Armando Maradona.

Unas 60 cuadras de personas, desde la Plaza de Mayo a la estación de trene de Constitución y más allá, formaban una columna interminable. Todos esperaron horas y horas, y algunos la noche entera lo más cerca posible de la Plaza de Mayo sólo para pasar por un instante y sin detenerse por delante del féretro cerrado en el que estaban los restos de Diego. Durante toda la jornada, desde las 6.17, un río de personas fluyó así, y en el paso final muchos arrojaban ofrendas hacia donde estaba el ataúd, que cada cortos períodos de tiempo quedaba regado de flores, camisetas, banderines, banderas, gorros, cartas, llaveros, y toda posesión, pequeña o personal que se le ocurriera a su dueño que podía dejar a modo de homenaje, más no fuera un grito de aliento.

Una camioneta repleta de todas esas piezas no alcanzó para contenerlas a todas, y se tuvo que habilitar otro móvil para el resto. Todo había sido recogido de a ratos, cada vez que el hall de la Casa de Gobierno se volvía a convertir en altar de veneración.

Afuera, sobre una Avenida de Mayo convertida en peatonal y con vallado que servía como embudo de ingreso para que la marea se convirtiera en filas, fluía o se detenía, las más de las veces en paz, otras con pequeños incidentes. Pero todo se enrarecía a medida que se acercaba la hora prevista originalmente para la finalización, las 17, cuando la multitud de decenas de miles de personas empujaban por hacer cada cual su despedida.

Las postales del día daban cuenta del milagro alcance de la figura de Maradona. A 12.500 kilómetros de la Casa Rosada, en el oeste de Siria, en la bombardeada ciudad de Binnish, un pintor, Aziz Al-Asmar, estampaba en la pared exterior de una vivienda casi destruida la bandera celeste y blanca con un sol amarillo, y el retrato de Diego vistiendo la remera de la Selección. En Nápoles, en el estadio de San Paolo, que ahora será Diego Armando Maradona, una multitud encendió antorchas por el diez, y todos los jugadores del Nápoli salieron a la cancha con la misma camiseta: todas con el número 10, y todas con el nombre Maradona. En Rosario muralistas dedicaban una pared del estadio Marcelo Bielsa a la figura: algunos vestían camisetas de Newell’s y otros de Central, y pintaban juntos a un Maradona de casaca rojinegra. En Buenos Aires, llantos y abrazos unían atuendos de Boca y River, en escenas que se replicaban entre distintivos de todos los clubes del fútbol argentino, europeo y de cualquier nacionalidad. En diarios de países de todo el mundo la tapa fue una foto del 10.

Buenos Aires era el epicentro de todo, y al caer la tarde quedaba claro que la despedida podría haberse extendido por días enteros. Pero al caer la tarde la familia de Diego, centralizada en su ex esposa Claudia Villafañe y sus hijas Dalma y Gianinna, transmitió la decisión de poner fin a la ceremonia. El rumor, luego confirmado, generó una situación de violenta represión cuando la Policía porteña interrumpió la larga cola en la 9 de Julio, a unas 10 cuadras de distancia, imponiéndole un final a todo. Piedras, gases, balas de goma hicieron temer un desmadre que empañaría todo, cuando el ministro del Interior, Wado de Pedro, lanzó un llamado público: “Le exigimos a @horaciorlarreta y @diegosantilli que frenen ya esta locura que lleva adelante la Policía de la Ciudad. Este homenaje popular no puede terminar en represión y corridas a quienes vienen a despedir a Maradona”, escribió en Twitter a las 16.20.

Dos horas antes también se había desatado una represión cuando la fuerza policial armó un cordón: los que estaban del otro lado no iban a llegar a entrar, y cundió la furia. Pero la segunda exaltó ánimos, hasta que llegó la noticia: la ceremonia se iba a extender hasta las 19. La noticia tranquilizó aguas, pero en la Plaza de Mayo, quienes pugnaban por ingresar a la explanada y quienes ya habían pasado frente al féretro pero seguían quedándose allí, contra las rejas, hicieron caer una. Un grupo numeroso entró en estampida y se activaron los protocolos de seguridad presidencial. Cercados en el patio de las Palmeras, al interior de la mansión, fueron conducidos otra vez hacia afuera. Pero en ese marco de tensión, la familia decidió poner fin a todo.

Ya nadie más entró a la explanada, donde se apostaron efectivos de civil y de uniforme en gran cantidad ante la posibilidad de un desmadre. Efectivos de infantería de las fuerzas federales, todas, presentaron escudos y se apostaron en líneas. Al otro lado de las rejas estilo francés la multitud seguía agolpada y los más jóvenes se trepaban. Pero una vez más, primó el milagro.

Adentro de la Casa de Gobierno, el presidente Alberto Fernández, la vicepresidenta Cristina Fernández y ministros, secretarios y otros funcionarios tuvieron su instante para acercarse al féretro unas horas antes: Cristina dejó un rosario sobre el ataúd. Pasadas las 17, sólo la familia de Diego, junto a parejas, amigas y amigos muy cercanos tuvo sus momentos íntimos. Hasta que un cuarto de hora antes de las 18, la tensa calma de la explanada se convirtió en movimientos frenéticos.

Por momentos se había especulado con un traslado en helicóptero de los restos de Maradona. La familia pidió que fuera por tierra y así se hizo, pero cuando multitudes esperaban el paso sobre la red de avenidas, entre ellas la 9 de Julio, para su último adiós, el cortejo que salió rumbo al helipuerto y por otro camino traspuso las rejas exteriores de la Casa Rosada.

Solo una parte de la gigantesca multitud que esperaba estaba cerca, llegó a correr y otra vez banderas y camisetas celestes y blancas se agitaron, y volvieron los cantos de tribuna para despedir al Diego acaso como él mismo lo imaginó. Pero el cortejo tomó por la 25 de Mayo, una de las autopistas urbanas de la ciudad de Buenos Aires, eludiendo el interminable andar que a todas luces iba a ocurrir. De igual modo un ejército de motos y autos fueron, por otro carril, a un costado, delante al lado y atrás de la pequeña caravana, alargando el adiós que no hubieran querido nunca. Hasta que un dispositivo les impidió el paso más allá: era ya casi el lugar de descanso final de Diego, que ya era leyenda en vida, y ya no hay palabras que relaten lo que será ahora. Lo más aproximado no se refiere a él sino a todo el resto, en una memorable frase del Negro Roberto Fontanarrosa: “No me importa lo que hizo Diego con su vida… Me importa lo que hizo con la mia”.

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