Cuando Sandra Cabrera recorría las calles de Rosario juntando las denuncias de las prostitutas de la ciudad como representante de la Asociación de Mujeres Meretrices de la Argentina (Ammar), reconocerse como trabajadora sexual era el objetivo, y el principal enemigo para ello era la Policía. Por esa militancia, la madrugada del 27 de enero de 2004 fue asesinada de un tiro en la nuca y todas las sospechas recayeron sobre un uniformado, que terminó absuelto. Unos años antes, el gremio nacía a nivel nacional con un taco adentro del movimiento obrero. Pero tuvo que pasar más de una década para que el otro pie entre y pise fuerte en el movimiento de mujeres. “Siempre sostuvimos que el patrón histórico del trabajo sexual es la Policía. Pero con la militancia también nos fuimos dando cuenta de que la mayoría de los problemas que teníamos no eran por el trabajo en sí, sino por el hecho de ser mujeres”, explica Georgina Orellano, secretaria general de Ammar. La semana pasada vino a Rosario para la inauguración de una plaza en homenaje a la dirigente rosarina, de cuyo asesinato, por el que nunca hubo condenas, se cumplieron 13 años.
La plazoleta Sandra Cabrera fue inaugurada el viernes 27 de enero pasado en Córdoba al 3600, a metros de La Terminal de Ómnibus y de la Casa LGTBI. La elección del lugar no fue casual. Sandra trabajaba en esa zona, la misma en la fue encontrada sin vida días después de denunciar un entramado de corrupción policial de recaudación ilegal de la prostitución.
Georgina llegó a Rosario esa tarde con sus compañeras de Ammar para participar de la inauguración del espacio de memoria. “Cuando alguien pase y vea que la plazoleta se llama Sandra Cabrera, se van a preguntar quién fue, por qué la mataron, por qué su crimen sigue impune. Tenemos que generar conciencia y no olvidarnos de que antes de nosotras hubo otras compañeras que nos abrieron camino al andar, entregando nada más y nada menos que su vida”, dijo la dirigente a El Ciudadano, y contó que la visita a Rosario también tuvo como fin dialogar con varias trabajadoras sexuales para poder rearmar Ammar a nivel local.
—¿Por qué fue tan difícil reorganizar el gremio en Rosario después de la muerte de Sandra?
—Es complejo formar a nuevas referentes y nuevos liderazgos, ya que nuestra militancia parte de que sean las propias compañeras las que hablen en primera persona. Pero entendimos que acá hay mucho miedo porque no es poca cosa que te maten a una dirigente, es como una manera de aleccionar al resto. Dejaron un mensaje: la próxima que se anime, que quiera abrir la boca, que sea visible, que se organice, va a terminar como Sandra. Entonces, nuestro problema es cómo vencer al miedo cuando casi el 90 por ciento de las mujeres que ejercen el trabajo sexual en Rosario son mamás y jefas de hogar. Nuestra intención desde Ammar es acompañar ese proceso. Me parece que es un buen momento para generar conciencia y que ellas mismas puedan llevar adelante la organización, porque no hay nada más potente que se empoderen, sepan sus derechos y defiendan su lugar de trabajo.
—¿Cuesta que las trabajadoras sexuales se sindicalicen?
—Lo que se complica en la sindicalización es luchar contra el estigma. Muchas de nosotras llevamos adelante un proceso bastante largo en reconocernos como trabajadoras sexuales. Sentarnos y decirles a nuestras familias que no somos empleadas domésticas sino que somos trabajadoras sexuales es el primer paso para derribar el estigma, porque no hay mejor acto de reparación que tu familia acepte que sos puta. Igualmente, mientras avanzamos, retrocedemos. Mientras se siga discutiendo si el trabajo sexual puede ser considerado un trabajo o no, mientras se sigan escuchando voces que no son las nuestras que nos vienen a decir que lo que hacemos es violencia, no sólo nos alejan de los derechos laborales sino de que muchas mujeres se reconozcan como trabajadoras. Hay que romper con ese cerco de voces que han sido escuchadas durante mucho tiempo y que no fueron las de las mismas protagonistas. Tenemos que preguntarnos qué es lo queremos para nuestras vidas y que ése sea el camino de inicio para acercar posiciones hasta irreconciliables.
—¿Cuándo se definió usted como trabajadora sexual?
—Desde el momento en que empecé a ejercer la prostitución siempre estuvo la palabra “trabajo” en el lenguaje, tanto en la negociación con el cliente o con las demás compañeras. Pero el reconocimiento de la identidad de trabajadora sexual llegó cuando empecé a militar en Ammar y me di cuenta de que la mayoría de los problemas que teníamos no eran por el trabajo en sí, sino por la clandestinidad y por el hecho de ser mujeres. Primero tuve que reconocerme como mujer, después como mamá y por último como trabajadora sexual. Cuando me di cuenta de todo eso me sentí aliviada. Y sentí la necesidad de contarle a mi mamá por qué la organización me había dado herramientas para que pudiese explicar que no le estaba haciendo daño a nadie. Y cuando se lo conté me dijo que lo importante era que cuidara a mi hijo, que si yo me sentía bien y cómoda, ella me apoyaba.
—¿Qué es lo urgente para la regulación del trabajo sexual?
—Que se eliminen todas las normativas que tienden a criminalizarlo. Esas normas que le otorgan mayor poder a las fuerzas de seguridad y a los operadores judiciales para perseguir y detener a nuestras compañeras. En 18 provincias siguen vigentes artículos sobre faltas que vienen de la dictadura militar. Y estas leyes no sólo terminan vulnerando los derechos de las trabajadoras sexuales (como la libre circulación en el espacio público, vestirse de la manera que una prefiera), sino que benefician a la Policía y abren la posibilidad de que pidan coimas, servicios sexuales gratuitos para dejarlas trabajar tranquilas. Por otro lado, pensar en la jubilación de las mujeres mayores de 50 años, que es un grupo de extrema vulneración y de precarización laboral. Tienen un pie afuera del mercado sexual, comienzan a ejercer otros trabajos muy mal pagos, muchas están en situación de calle, viven en habitaciones de hotel escondidas con otras compañeras, no tienen obra social, cobertura médica ni ninguna ayuda del Estado.
—Las políticas de eliminación de cabarets y whiskerías que buscaban combatir la trata de personas, ¿cómo repercutieron en el trabajo sexual?
—Tendieron a clandestinizar más la actividad, a volverla más oculta, a ejercer el trabajo sexual en peores condiciones laborales, sobre todo porque no está la presencia del Estado. Antes los cabarets estaban habilitados y el ente gubernamental de inspección era el municipio, era el primer responsable de controlar si había situaciones de trata de personas y de explotación sexual. El cierre fue una política para apaciguar los reclamos sociales, porque la lucha contra la trata de personas se convirtió en una política de Estado. Pero llegó un momento en que la mayoría de los municipios la implementó sin tener una discusión previa. Entonces llegamos a una ley que en su primer artículo prohíbe todo el trabajo sexual porque habla de todos los lugares donde se lleven adelante “actos de prostitución”. Esa definición es tan ambigua que la Policía y los organismos de seguridad la interpretan a conveniencia. Ninguna puede ejercer en su domicilio u organizarse de manera cooperativa porque se ve alcanzada por esa ley. Así lo único que nos queda es la calle. Y en la mayoría de las provincias está prohibido ejercer en la calle, vas presa entre 30 y 60 días. La propuesta de Ammar siempre fue blanquear esos lugares y establecer un convenio de trabajo donde mediase el Estado garantizando los derechos y que no que hubiese situaciones de explotación o esclavitud. La Policía aparece siempre en las denuncias de las trabajadoras sexuales vinculadas a los hechos de explotación o abusos de autoridad.
—¿Las políticas implementadas dejan afuera a las fuerzas de seguridad?
—Siempre dijimos que el patrón histórico del trabajo sexual es la Policía, que nos coimea y se beneficia con que el trabajo esté en situación de clandestinidad. Todas estas leyes lo que terminaron haciendo es entregarle mucho más poder a la Policía. Hoy ingresan a nuestro lugar de trabajo, roban las pertenencias y lo recaudado, pero se amparan bajo una ley. Y es un amparo que dio el Ejecutivo y que apoyó una parte del movimiento de mujeres. La política prohibicionista lo que hace es que el Estado no pueda controlar, que todo sea más clandestino y que se creen mercados paralelos ocultos.