La penúltima noche de agosto de 1888 hubo tormenta en Londres y dos incendios en los muelles tiñeron de rojo el cielo de la capital inglesa, en un preanuncio cromático de lo que estaba por venir.
Sin preocuparse por nada de ello, Mary Ann Nichols, alias Polly, una de las tantas prostitutas que pululaban por el miserable barrio de Whitechapel, en el East End, rincón extremo de Londres, calentó aquella noche su cuerpo apurando unas cuantas ginebras en un atiborrado pub de mala muerte y salió con renovado optimismo a hacer la calle confiada en que su bonito sombrero nuevo la ayudaría a atraer clientes.
A las 3.40 de la madrugada del viernes 31 de agosto de 1888 la encontraron degollada y con ligeras mutilaciones en el abdomen, cerca de un muelle en la calle Bucks Row (hoy, Durward Street).
La de la infortunada Polly, de 43 años, se convirtió así en la primera de una serie de muertes de prostitutas de Whitechapel que desde el 31 de agosto hasta el 9 de noviembre de 1888 fueron ejecutadas con precisión de cirujano y diabólica crueldad por un asesino que se hizo llamar Jack el Destripador (Jack the Ripper).
Aquella ola de crímenes jamás resueltos puso sobre el tapete el submundo de una sociedad que no era exactamente lo que parecía: la victoriana, cuya impecable moral resultó tan despanzurrada como las infortunadas víctimas del asesino serial cuya identidad sigue siendo un enigma 130 años después.
En los arrabales de Londres
El escenario de los crímenes, Whitechapel, era un suburbio del este londinense habitado por familias miserables, prostitutas, inmigrantes muy pobres –especialmente judíos, rusos y polacos–, borrachos y linyeras. A ese distrito se acercaban también en busca de sexo y diversión soldados y marineros y, esporádicamente, curiosos de la clase alta con intenciones académicas o redentoras.
El misterio, la oscuridad y el mito envolvieron el caso y aunque no se sabe exactamente cuántas fueron las víctimas y se estimó que pudieron haber sido 14 y aún más, existe una coincidencia más o menos generalizada entre los expertos en que los asesinatos fueron no más de cinco y que ninguna de las víctimas había sido violada.
Así, la segunda víctima de Jack fue Annie Chapman, de 47 años, quien fue hallada a las 6 de la mañana del sábado 8 de septiembre, en un patio de Hanbury Street, degollada, con el abdomen y partes íntimas gravemente mutiladas y algunas entrañas colocadas alrededor del cuello.
La noche del “doble evento”
La tercera fue Elizabeth Stride, de 43 años, quien fue descubierta a la 1 de la madrugada del domingo 30 de septiembre en la calle Berner (hoy, Henriques Street), degollada pero no mutilada. Ese mismo día, Catherine Eddowes, de 46 años, fue encontrada en la plaza Mitre, degollada y con graves mutilaciones en su rostro y en su abdomen. Por ello, el 30 de septiembre de 1888 es la fecha del llamado “doble evento”, y atrae de forma especial a los ripperólogos.
Finalmente, el viernes 9 de noviembre, en un cuartucho de Dorset Street, apareció la última víctima: Mary Jane Kelly, de 25 años. Fue la prostituta más joven atacada por el asesino serial y también la más atrozmente mutilada.
Cartas de puño y… sangre
Después de eso, la espectral silueta de Jack se esfumó para siempre en la niebla de Londres. Scotland Yard, la mejor policía del mundo, no pudo encontrar la menor pista cierta que condujera a la resolución del caso. Y eso a pesar de que el asesino enviaba cartas a los investigadores desafiándolos. El jueves 27 de septiembre, semanas después del segundo de los crímenes, la policía recibió la primera carta firmada por Jack el Destripador. Estaba escrita con tinta roja: “No cejaré en mi tarea de destripar putas. Y lo seguiré haciendo hasta que me atrapen. Retengan esta carta, sin hacerla pública, hasta mi próximo trabajo. No les importe llamarme por mi nombre artístico. Jack el Destripador”.
Tras una segunda misiva donde el asesino “agradeció” al jefe de la policía de Londres por haber “retenido” la primera y anunció que había vuelto a salir a la calle “para trabajar”, hubo una tercera carta con un paquete dirigido a George Lusk, quien presidía el Comité de Vigilancia de Whitechapel. El envío contenía un trozo de riñón humano, con una nota: “Desde el infierno, señor Lusk, le envío la mitad del riñón que tomé de una mujerzuela, y que conservé para usted después de freír el otro. Estaba muy bueno, de verdad”.
Los sospechosos de siempre
En la época existieron muchas sospechas sobre la identidad del asesino de Whitechapel aunque ninguna fue demostrada.
La más “peligrosa” para el sistema social victoriano fue la de que Jack no era otro que Albert Victor, duque de Clarence, hijo mayor del príncipe de Gales, quien después se convirtió en el rey Eduardo VII. El duque murió, a los 28 años, justamente luego de esa serie de asesinatos. Según parece, el joven duque gustaba de la cacería del ciervo, con todo su sanguinario ritual, vestía elegantemente y frecuentaba lupanares. O sea que, en principio, no parecía imposible su otra identidad. La causa oficial de muerte fue: “neumonía”. Existen sospechas que murió por otra causa: sífilis en su último estadio, en una clínica privada cerca de Ascott.
Entre la larga lista de sospechosos se destacan también sir William Withey Gull, médico personal de la reina Victoria; James K. Stephen, tutor del príncipe Albert en Cambridge; Montague John Druitt, un abogado loco, cuyo cuerpo fue hallado flotando en el Río Támesis poco después del último asesinato; el médico Michael Ostrog, “ruso y presidiario”, que fue confinado a un manicomio por ser maníaco homicida; y otro doctor, Neill Cream, condenado por asesinato y quien declaró: “Yo soy Jack el Destripador”.
También se pensó que estaban mezclados los judíos y los masones. Y hasta se barajó la hipótesis de que en realidad se trataba de una mujer, Jill la Destripadora, según el mote popular, y más exactamente una partera que se ganaba la vida practicando abortos a las prostitutas.
Entre otros sospechosos recientes figuran James Maybrick, un comerciante de algodón de Liverpool que supuestamente confesó haber cometido los crímenes en diarios personales que salieron a la luz a principios de los 90, y Francis Tumblety, un médico estadounidense que antes de llegar a Inglaterra conservó una colección de huesos femeninos en su casa de la ciudad de Nueva York.
Por su parte, la novelista norteamericana Patricia Cornwell invirtió una fortuna para develar el misterio y hace dos años dijo haber descubierto pruebas de ADN que vinculan al artista victoriano Walter Sickert con las cartas del Destripador.
Sin embargo, el escritor galés Tony Williams, sostiene que el Destripador era sir John Williams, pariente suyo, obstetra de la reina Victoria y un famoso coleccionista de libros que fundó la Biblioteca Nacional de Gales.
Y el más reciente de los libros dedicados al tema, escrito por el inglés Trevor Marriott, un ex detective, confronta las teorías convencionales de que el asesino era un cirujano.
Es más, Marriott dice que la ubicación y la frecuencia de los homicidios –no lejos del puerto de Londres, con lapsos de varias semanas entre uno y otro– sugieren que el asesino puede haber sido un marino mercante que continuó cometiendo homicidios en Managua, capital de Nicaragua, y Hamburgo, Alemania.
¿Jack el Destripador en Buenos Aires?
Y, como no podía ser de otra manera, también el enigma de Jack el Destripador se extiende hasta las mismísimas costas de la Argentina.
En efecto, en febrero de 1976, en el número 3 de la Ellery Queen’s Mystery Magazine, el escritor e investigador argentino Juan Jacobo Bajarlía desarrolló la tesis de que Jack el Destripador habría muerto en la Argentina. Su sospechoso, un tal Alonzo Maduro, financista que estuvo en Londres en la época de los crímenes de Whitechapel tratando de colocar acciones de una compañía argentina.
Tras la muerte de la quinta prostituta, Maduro preparó el regreso a la Argentina. Un joven agente de bolsa londinense que había trabado relaciones comerciales con él lo ayudó a preparar las valijas. En esa tarea, el joven descubrió que uno de los baúles de Maduro tenía un doble fondo, en el que halló un sobretodo gris, un sombrero flexible, un delantal manchado de sangre y un juego de bisturíes. Se llamaba Griffith Salway y había escuchado decir a Maduro que todas las prostitutas debían morir. El joven se convenció de que Alonzo Maduro era Jack el Destripador. Sin embargo, Salway recién reveló la historia a su esposa en 1952, en su lecho de muerte.
Bajarlía continuó investigando y en 1979, en un artículo de la revista Magazine, contó que halló testimonios de que un pintoresco personaje solía pasear entre los árboles del porteño Paseo de Julio –hoy Leandro N. Alem–, entre 1890 y 1910, vestido con las prendas descriptas por Salway. Su nombre era Alfonso –y no Alonzo– y su apellido, tal vez, Maroni. En un artículo posterior en el diario Clarín (1988), Bajarlía aseguró que el asesino murió a los 75 años, en octubre de 1929, en una casa frente a la actual Plaza Roma.
Por si esa historia fuera poco, existe otra pista del Destripador en Buenos Aires. Proviene de la declaración de un sacerdote irlandés, el padre Alfred Mac Conastair, quien ingresó a la congregación pasionista tras exiliarse en la Argentina a los 17 años.
En 1989, el padre Mac Conastair le contó al escritor Juan José Delaney que guardaba el secreto de otro sacerdote de la congregación que, en los años 20, había sido capellán en el Hospital Británico de Buenos Aires.
Cumpliendo su sacerdocio, ese capellán acudió junto al lecho de un enfermo terminal que, pese a ser de otra religión –tal vez protestante–, pidió confesarse.
El moribundo, un tal doctor Stanley, le reveló que él era Jack el Destripador y le explicó que había asesinado a las prostitutas porque habían enfermado fatalmente a su hijo. Pocos días después, Stanley falleció y fue enterrado en el Cementerio del Oeste, la actual Chacarita.
Peluquero, judío, onanista y asesino
“Cada tanto, cada tres o cuatro años y casi siempre desde Inglaterra, se renueva la colección de Jack con algún tenebroso muñeco, un nuevo/viejo candidato a ocupar el trono vacante, ponerle cara y/o nombre –identidad, al fin– a The Ripper, El Destripador, el artesanal y jactancioso asesino de media docena (más o menos) de prostitutas que regó de sangre y vísceras el otoño boreal de 1888 y se esfumó sin dejar ningún rastro firme pero todas las conjeturas”. Así comienza Kosminski, un Jack de colección, un artículo publicado por el periodista y escritor Juan Sasturain en Página/12 el 8 de agosto de 2006.
Por entonces había surgido desde Inglaterra la “nueva revelación” que pretendió dar por cerrado el enigma en torno a la identidad de Jack el Destripador. La noticia fechada en Londres señalaba que los descendientes de Donald Swanson, un ex inspector jefe de Scotland Yard que actuó en el caso Jack, acababan de donar al Black Museum de la institución, que los exhibía por primera vez, una serie de documentos y libros pertenecientes al ex policía.
Entre ellos, figuran las memorias –redactadas dos décadas y media después de los hechos– del que era por entonces el jefe de Swanson, el doctor Robert Anderson, quien sostiene allí con absoluta seguridad que Jack el Destripador era “un judío polaco, peluquero de profesión”.
Pero Anderson no da en sus memorias el nombre del sujeto por respeto a los procedimientos de la institución porque el hombre nunca había sido acusado formalmente, ya que era un demente que terminó internado.
La aparente “novedad” anunciada en agosto de 2006 reside en que, en el volumen que estaba en posesión de Swanson y al margen del texto de Anderson, aparece una anotación de puño y letra de Swanson que pone el nombre supuestamente callado por el autor: “Aaron Kosminski”.
Sin embargo, en cualquiera de los muchos libros ingleses de investigación que se han escrito sobre el tema el nombre de Kosminski y el de otros judíos polacos pobres ya aparecían asociados reiteradamente a ésa y otras fuentes. En general, se toman las cautelosas memorias de Anderson como fuente oficial de Scotland Yard y no por eso necesariamente siempre confiables.
De Kosminski se sabe que fue un judío polaco residente de Whitechapel al que –según la victoriana moral de Scotland Yard– el onanismo consuetudinario terminó por enloquecer. Se dice que sentía un gran odio hacia las mujeres, particularmente por las prostitutas, y tenía fuertes tendencias homicidas. Hubo muchos delitos relacionados con este hombre que lo convertían en un fuerte sospechoso. Hacia marzo de 1889 lo internaron en un manicomio donde terminó sus días en 1919.
En realidad se sospechó de casi todo. Y los diarios de la época atizaron la hoguera convirtiendo unas sórdidas muertes en un caso de terror colectivo que implicaba a la principal ciudad del imperio mundial más importante y extenso.
Ya con esos elementos, y sin conocer nunca quien fue el causante, la leyenda de Jack el Destripador, 130 años después, tiene asegurada aún una larga vida.
El asesino más célebre
Considerado por muchos como el asesino más célebre de todos los tiempos. Jack el Destripador), tan desconocido hoy como hace 130 años, se ha convertido en un personaje mítico. En torno a él giran un saludable negocio turístico en Londres, un inagotable fenómeno editorial –las librerías londinenses disponen de expositores especiales, con decenas de tomos– y una legión de detectives aficionados. Existen, además, tres revistas monotemáticas: The Ripperologist, The Whitechapel Journal y Ripperana.
Y el cine también le ha prodigado numerosos films, el último de ellos Desde el infierno (From Hell), con guión basado en la excelente novela gráfica escrita por Alan Moore y dibujada por Eddie Campbell, dirigido en 2001 por los hermanos Hughes, en una adaptación escasamente fiel a la obra original, protagonizada por Johnny Depp, Heather Graham e Ian Holm.
From Hell toma como punto de partida la teoría de Stephen Knight –considerada en general poco solvente por los expertos–, según la cual los asesinatos serían el resultado de una conspiración para ocultar el nacimiento de un hijo ilegítimo del príncipe Albert Victor, duque de Clarence, nieto de la reina Victoria.
A raíz de los crímenes, los periódicos denunciaron el arrabal en el que se había permitido que se convirtiese el East End londinense. La toma de conciencia de las clases privilegiadas disparó la entonces floreciente caridad británica, reclamándole menos filantropía y una más justa redistribución de los impuestos. En setiembre de 1888, el dramaturgo irlandés George Bernard Shaw, en un artículo publicado por el diario inglés The Star, describió con sorna el proceso: “Mientras nosotros, convencionales socialdemócratas, desperdiciábamos nuestro tiempo en educar, agitar y organizar, cierto genio independiente tomó el asunto entre sus manos y mediante el simple asesinato y destripamiento de algunas mujeres convirtió a la prensa conservadora en una variedad inepta del comunismo”.