El recuerdo más antiguo que tengo de un Mundial es el de Alemania 74. Y ya estaba ella. Era una Philips a pilas. Mi viejo la había comprado para escuchar la llegada del hombre a la Luna en 1969. Era roja y blanca, pero siempre lucía su funda de cuero marrón. La portátil fue el centro de la casa hasta que la llegada de una Noblex 7 Mares y la televisión la eclipsaron. Entonces la heredé y pasó a ser mi amuleto futbolero.
En aquel 1974 ya la llevaba a la cancha y días antes del Mundial, fue mi cábala para festejar la primera estrella de Newell’s. Un mes después, en pleno Mundial, se silenció con la muerte de Perón, los días de luto y la música sacra.
No dejó de acompañarme y tal vez por ella descubrí el periodista que había en mí. Su dial era mágico: navegaba desde la izquierda, donde escuchaba a monstruos como Larrea, Carrizo y Badía o La oral deportiva hasta la derecha, donde al mediodía llegaba “Nazareno cruz y el lobo”, el radioteatro de Alfonso Amigo. Por las noches, en un barrio con mucho descampado, se escuchaban emisoras de Uruguay, Paraguay, Brasil y Chile.
En Argentina 78, escuché todos los partidos con mi radio y después del tiro en el palo del holandés Rensenbrink, en la agonía de la final, ya no aguanté más frente al televisor y salí con ella al patio de mis abuelos para escuchar el relato de José María Muñoz del alargue que le dio a la Argentina su primera Copa del Mundo. Ella también me acompañó en la decepción de España 82, el año de Malvinas y del fin de la secundaria.
Cuatro años después, en México 86, junto a la Philips y el Gordo Muñoz, mis viejos, mi hermano y yo gambeteamos ingleses al compás de Maradona, ese barrilete cósmico que nos mostraba la tele. Y volvimos a levantar la copa como en el 78.
También con la Philips disfruté y sufrí en Italia 90, mi primer Mundial casado con Mónica. El clímax llegó con las manos de Goyco y el “siamo fuori” de los tanos. Pero con el robo de Codesal en la final estuve a un tris de estamparla contra el piso.
Y luego vino Estados Unidos 94, el primer Mundial junto a mis hijos Juan Manuel y Santiago. Aquel en el que le cortaron las piernas a Diego y a todos nosotros. Ya en Francia 98, el 14 de junio, la radio me acompañó a hacer mi nota de prueba para entrar a El Ciudadano, el día en el que le ganamos 1-0 a Japón con gol de Batistuta. Y en Corea-Japón 2002 la apreté fuerte con dolor y bronca cuando injustamente nos volvimos antes con aquel equipo fantástico del Loco Bielsa.
Después vino Alemania 2006: el debut de Lio y el golazo de Maxi Rodríguez a México. Y finalmente, Sudáfrica 2010, el Mundial que juntó a Maradona y Messi pero nos dejó sabor a poco. Hasta que un día la vieja Philips dijo basta y ya no hubo más Mundiales para ella. Su magia y los recuerdos de buena parte de mi vida están guardados en su funda color marrón en alguna biblioteca de nuestra casa.
Siempre pienso si no será menester intentar «revivirla» para poder levantar nuestra tercera Copa del Mundo.