“Las palabras que son saturadas con mentiras o atrocidades no se recuperan fácilmente”, afirmaba el escritor George Steiner. Recientemente en un discurso propalado con amplitud por cadena nacional se realizó un parangón entre las disputas de intereses mercantiles entre grupos capitalistas mediáticos y la siniestra práctica del secuestro y la desaparición forzada de personas.
Sólo una sociedad domesticada, anestesiada por las ancestrales prácticas de autoritarismo y demagogia puede no reaccionar con la energía necesaria frente a semejante provocación a las buenas conciencias.
La región Argentina, con pavorosos índices de femicidio, no puede permitirse semejante banalización del mal. Dolores concretos, padecimientos muy concretos encarnados en cuerpos con nombres y apellidos reciben la indiferencia como respuesta.
Además, la violencia se ha institucionalizado como práctica disuasoria y el lenguaje de las topadoras es el sonido en los asentamientos de los marginados, los pobres y la pobreza, todo para que continúe el festín de las minorías que se apropian de todo.
Banalizar el mal, tergiversar la memoria colectiva acerca de hechos atroces, todo un estilo de dominación, no es nuevo, ni original pero esto no lo hace menos repudiable.
Palabras y silencio
Aún resuenan en nuestros oídos con singular impacto las palabras de Jorge Julio López cuando brindó su testimonio ante el tribunal que juzgó a los verdugos genocidas que perpetraron la desaparición forzada de personas durante la dictadura cívico-militar (1976-1983).
Esas palabras desnudaban la infamia de los genocidas y debieron a su vez ser un llamado de alerta para la sociedad toda. Pero esto no fue así, pasaron años y el ciudadano Jorge Julio López es también un desaparecido; ahora, bajo un gobierno constitucional. Los responsables miran hacia otro lado y bien sabemos por qué.
A esta altura de los acontecimientos es indiscutible que hubo un plan sistemático de aniquilación de toda disidencia y rebeldía, para imponer la explotación más vil y el oprobio.
Pero, las palabras de López sólo pueden llegar a conmover a las personas sensibles, a las conciencias libres de compromisos con los que se apropian de almas y cuerpos.
Las palabras de López no sólo no conmueven a las malas conciencias de gran parte de los dirigentes de Argentina, sino que les recuerdan su complicidad con el saqueo y la masacre. Esas palabras son bofetadas en los rostros de los que jamás dejaron de matar y robar al pueblo, de los que siguen compartiendo mesas y salones con los infames.
Las palabras de López, simples, sencillas, contundentes, ponen blanco sobre negro la dimensión de la tragedia en que estamos sumergidos. Una tragedia sin fin donde los más seguimos padeciendo el escarnio y la vileza de los ruines.
Las palabras de López despiertan el silencio más canalla de los que deberían hablar explicando su ineptitud y su crueldad sin límites. Más temprano que tarde llegará el día en tendrán que hacerlo.
Banalización de lo trágico
La presentadora del resumen de noticias de medianoche en un canal de cable anuncia la continuidad de las imágenes aún por exhibir. Una miscelánea de tópicos, todos mezclados sin orden de importancia, que van desde el nacimiento en cautiverio en un zoológico de alguna especie animal en vías de extinción, pasando por una cumbre de mandatarios de la Unasur, frivolidades de la farándula local y global.
Hasta allí nada nuevo. Continúa sus anuncios con tono meloso y una resplandeciente sonrisa y dice ahora que “en instantes” estarán al aire “las imágenes captadas por un automovilista con su teléfono móvil que muestra las explosiones producidas por la colisión de un camión con semirremolque que transportaba tubos con sustancia inflamable”.
En efecto, minutos después en la pantalla observamos los estallidos, uno por uno, de los tubos, como si fuera una escena más de las películas de cine catástrofe que provienen de las usinas de la industria cultural.
Si hacemos una recorrida por los diversos canales esta patética escena del presentador sonriendo, sin discriminar ficción de realidad, aparece como una pesadilla cotidiana que se impone a una teleaudiencia, a la que se pretende acrítica, alienada en el deseo de adquirir mercancías, esas mercancías también pueden ser las noticias cargadas de morbo por los femicidios que no cesan.
Esta banalización de lo trágico en la vida cotidiana y el efecto multiplicador de los instrumentos mediáticos, es un dispositivo más de la aplicación de los mecanismos de dominación, como si nos hicieran vivenciar en una Matrix.
Como afirma el filósofo Slavoj Zizek: “Otra memorable escena de «The Matrix», es aquella en la cual Neo tiene que escoger entre la píldora roja y la azul. Su opción es entre la Verdad y el Placer: el despertar traumático a la realidad, o la persistencia en la ilusión regulada por la Matrix. Neo escoge la Verdad, en contraste al carácter-personaje más despreciable de la película, el agente-informante entre los rebeldes que recoge con su tenedor un pedazo rojo y jugoso de un bistec y dice: «Usted sabe, yo sé que este bistec no existe. Yo sé que la Matrix está diciendo a mi cerebro que es jugoso y delicioso. ¿Después de nueve años, usted sabe lo que yo he comprendido? La ignorancia es la felicidad». Él sigue el principio de placer que le dice que es preferible quedarse dentro de la ilusión, incluso si uno sabe que es sólo una ilusión”.
Claro que no es una mera cuestión de noticieros y presentadores mediáticos, se trata de nuestras propias vidas y su banalización por este perverso sistema, donde a cada rato nos asalta “el desierto de la realidad” con sus emboscadas y coartadas filosóficas, que debemos impugnar integralmente.
Banalizar el mal, tergiversar la memoria colectiva acerca de hechos atroces, todo un estilo de dominación, no es nuevo, ni original, pero esto no lo hace menos repudiable.
Apelar a la distracción de las masas trastocando las palabras para vaciarlas de sentido, es un perverso recurso.