El pedido es concreto: narrar “brevemente y en primera persona” un momento significativo de algún Mundial. Así, sin vueltas en el horizonte, llega a la mesa de este cronista que, del deporte más popular del país, poco hizo en sus 36 años de vida por entenderlo y menos aún por dejarse seducir.
Pienso, busco esa fuerte imagen que recuerde me haya conmovido. Y florecen instantáneas: el “M-U-D-I-A-L-9-0” (nunca conseguí la letra “N” en las tapitas de Coca Cola para irme a ver la Copa a Italia) y ahí nomás empiezo a tararear “Un State Italiana”. Recuerdo la delirante inauguración de Estados Unidos 94 al ritmo de «Gloryland» y al instante el baile sensual de Ricky Martin con los brazos en el aire al ritmo de «La Copa de la Vida» de Francia 98.
Sin quererlo, me veo reviviendo sensaciones que habían quedado tapadas. «¿Y si la vida está atravesada por los mundiales?», me pregunto. Cada uno guarda sus propias imágenes televisadas que, como espectadores, nos hicieron protagonistas.
Me sorprendió siempre la pasión que los periodistas deportivos tienen por el fútbol. No hay comparación en ninguna otra sección de las redacciones en las que trabajé. Son capaces de ver partidos grabados con el volumen encendido a todo lo que da y desesperan durante los meses de verano sintonizando ligas de otros continentes para ver rodar la pelota. Pero cuando se aproxima el Mundial son los primeros en encender la mecha: perdonan la ignorancia ajena y hasta en muchos casos hacen docencia para incluir a los que habitualmente confundimos camisetas, jugadores y partidos. Contagian y salen a encender la pasión dormida de los demás, nos involucran, como con estos excéntricos pedidos.
Durante 2014, favorecidos por el horario, fueron los anfitriones de nuestras propias jornadas laborales en El Ciudadano. Nos reunieron a todos los demás, juntaron la plata para las picadas improvisadas entre teclados, apuntes, teléfonos y computadoras, vendieron rifas, gritaron goles y penales que no fueron, abrieron las apuestas que siempre ganaron ellos (y pagaron, según dicen). Pero fundamentalmente nos invitaron a ser partes de una pasión que, a ellos, les lleva la vida.
“¿Gol de quién?”, preguntó el recepcionista, volviendo agitado hasta el primer piso donde todo ocurría y unos quince muchachos y muchachas estábamos pegados a la pantalla comiendo salamines con compulsión nerviosa. «De nadie. Desconectá ese timbre», le dice alguno mientras la alarma inalámbrica vuelve a sonar y Marito baja apresurado con una radio pegada a la oreja. Adentro, en el único televisor que aún funciona con sonido -pero no se puede apagar ni tocar, dice un cartelito pegado con cinta scoch-, todos miramos fijo.
¿Hay penales? Me voy a la puerta con algunos que aprovechan para ir a fumar un pucho. Los que terminaron la jornada se quedan ahí. Afuera, en la calle, no hay nadie. Tampoco nadie se pregunta qué estamos haciendo en la puerta de la redacción. Todos, hasta los que no entendemos bien el deporte nacional durante el año, nos reunimos, opinamos, celebramos y discutimos. Era la primera vez en cuatro años que ese espectáculo nos volvía a hacer protagonistas; como ahora en una nueva incursión creativa de la sección con más pasión del diario.