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La Superliga bajo presión

El rosarino Giammaría perdió 70 a 1, pero dijo lo que nadie se animó a decir.

Nunca mejor aplicado el refrán: la culpa no es del chancho sino del que le da de comer. Desde que los políticos incursionaron en los clubes y la política comenzó a enquistarse en las profundas raíces, el fútbol argentino vendió su alma al diablo y perdió su dependencia deportiva. La política y el fútbol siempre mantuvieron una relación estrecha en nuestro país, sin importar los gobiernos de turno, tanto militares como civiles. Al dictador Jorge Rafael Videla no le gustaba el fútbol, pero presenció todos los partidos del seleccionado argentino en el Mundial 1978. El objetivo que persiguió fue mostrar que era capaz de organizar un evento de esa naturaleza y ofrecerle al mundo la imagen del país que ellos pretendían, escondiendo las atrocidades existentes en esos momentos.

Otros políticos sólo se acercaron al fútbol para promocionar su imagen y otros lo utilizaron como plataforma para su vida política. En este último caso, el más emblemático es el del actual jefe del Estado, Mauricio Macri, quien tras ser presidente de Boca ganó la Jefatura de Gobierno porteña en dos oportunidades y ahora desde lo más alto del Poder Ejecutivo fue el principal impulsor de una Superliga que tiene más matices oscuros que claros, pero que pretende terminar con la corrupción que ya forma parte misma de la vida de la AFA, aunque utilizando los viejos y nefastos sistemas del ex presidente Julio Grondona.

Después de meses de papelones de los dirigentes del fútbol argentino, el miércoles se decidió aprobar casi por unanimidad la tan mentada Superliga, como si fuera la creación divina que viene a salvar el fútbol argentino. El único que no estuvo de acuerdo fue el titular de la liga rosarina, Mario Giammaría, que si bien dijo que algo hay que hacer, encendió la luz de alarma al sentenciar: “Ningún dirigente leyó en su totalidad el nuevo estatuto de la Superliga y nos embarcamos en una aventura que nadie sabe cómo va a terminar”.

Sabias palabras las de Giammaría, que, sin embargo, terminó luchando solo como Don Quijote contra los molinos de viento. Eso sí: tuvo la valentía de levantar su voz contra algo que fue parido a las apuradas y por conveniencias de los clubes más grandes y las necesidades de los más chicos. Sin embargo, al retirarse del predio de la AFA, los viejos fantasmas grondonianos revolotearon por el cielo de Ezeiza, cuando muchos de sus pares, que minutos antes habían levantado la mano para votar a favor de aprobar la Superliga (70 a 1), se le acercaron para saludarlo y felicitarlo. Lo mismo ocurría cuando el célebre creador de la frase “todo pasa” era presidente de la AFA. Muchos despotricaban contra las decisiones de Grondona, pero, en el momento de levantar la mano, la mirada penetrante y fría del fallecido presidente afista era suficiente como para hacerles cambiar de parecer y hacer lo que él quería que se haga.

Obviamente, hubo presiones. Era vox populi que si un directivo no cumplía con lo pedido por el amo “se le cortaba a su club el aporte económico para seguir subsistiendo”. Así la AFA se fue endeudando hasta que para poder subsistir debió vender los derechos de televisación del fútbol al entonces gobierno de Cristina Fernández de Kirchner. En agosto de 2009 se creó el Fútbol para Todos y el gobierno lo utilizó como pantalla gigante para difundir todas sus obras, que algunos ignoraban voluntariamente. En definitiva, el fútbol fue utilizado para los objetivos políticos que se necesitara.

Ahora, con el cambio de gobierno y sabiendo que deben seguir subvencionando el Fútbol para Todos hasta 2019, desde Cambiemos presionaron, al mejor estilo Grondona, para la creación de la Superliga, que sería como una AFA paralela, pero con el manejo económico y financiero. O los clubes de la B Nacional aceptaban recibir el 12% y los de las restantes divisiones, incluido el Federal A, 7,5% de los 2.500 millones que aporta el gobierno o se iban a tener que conformar con los 1.800 millones que recibieron la última temporada. El poder gubernamental avanzó tanto en estos últimos meses sobre el fútbol que, a pesar de que la AFA se quedaría con el manejo de la selección argentina, trascendió que un alto funcionario se comunicó con Marcelo Bielsa para que vuelva a ser técnico.

En junio de 2015, en el gobierno kirchnerista, la jueza María Romilda Servini de Cubría, que investiga irregularidades en los fondos de Fútbol Para Todos, decidió intervenir judicialmente la AFA “para que investiguen por dentro cómo se maneja esta caja”. Para eso la magistrada designó a tres veedores en la administración de AFA: el exjuez Alberto Piotti, la extitular de la UIF Alicia López y un perito contador de la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Después, el 30 de mayo de este año, en el actual gobierno, la Inspección General de Justicia (IGJ) suspendió las elecciones en la AFA por irregularidades “administrativas y económicas” y designó a dos veedores: el abogado Luis Tozzo y la contadora Catalina Dembitzky, para controlar a la institución durante 90 días.

Ante tanto desorden intervino la Fifa proponiendo una comisión normalizadora (sin autoridades del gobierno, de la Justicia y sin candidatos a presidentes de AFA). Al país llegaron en dos oportunidades el suizo Primo Corvaro, como enviado de Fifa, y la paraguaya Monserrat Jiménez, en representación de la Conmebol. Se fueron el fin de semana pasado juramentando volver con los nombres de los integrantes de la comisión normalizadora. Sin embargo, hasta anoche no había noticias. Tal vez asustados por las declaraciones del presidente de Boca e impulsor de la Superliga, Daniel Angelici, quien en repetidas ocasiones dijo que para arrancar con el fútbol la comisión normalizadora tiene que traer 50 millones de euros; si no, fracasará en pocos días.

En definitiva, la política de Estado se enquistó en el fútbol y de pasar de estar en terapia intermedia pasó a terapia intensiva y con respirador artificial. Pero la culpa no es del chancho, sino del que le dio y le da de comer.

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