En “Breve historia argentina de la literatura latinoamericana (a partir de Borges)”, publicación que recoge las clases que Luis Chitarroni dio en un seminario del Malba, el editor y escritor parte de la premisa de que, aún con sus diferencias, los estilos de escritura desde mitad del siglo XX con el “boom” hasta el presente en autores como César Aira, están atravesados por la impronta borgeana.
La publicación, editada por el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires, reúne las diez clases que Chitarroni brindó en un seminario dictado en 2016 en esa institución, donde revisaba el escenario de las letras de la región desde los 60 hasta el presente siguiendo la marca del autor de “El Aleph”, el instrumentador “del nacimiento de una prosa corriente, sintética y precisa a partir de la noción de ‘lector común’“.
Para Chitarroni (Buenos Aires, 1958), autor de “El carapálida” y “Siluetas” y director de la editorial La Bestia Equilátera, aquel curso significó “comprobar a qué cosas el tiempo las altera de manera sustancial” y le enseñó a acercarse “a dos amores que ya no podré extirpar: Borges y la juventud sucesiva de los lectores”.
—¿Por qué comienza este recorrido en relectura borgeana a partir de la mitad del siglo XX, donde el gran protagonista es el llamado “boom latinoamericano”?
—La idea del curso era reproducir una idea de la cultura hoy extinta, que es con la que me crié. Eso equivalía por un lado a creer cierta “estafa”, la del boom latinoamericano, fraguada en gran medida por el mundo editorial y los medios, y minarla con mi propia maledicencia y gusto propio. El boom fue una “cosmovisión”, como se hubiera dicho en la época y una gran galería de lecturas. Las novelas de esos años, aunque hoy tendríamos poco con qué compararlas, eran asombrosas: de “La ciudad y los perros “y “La casa verde” a Arguedas y Onetti. De Lezama Lima a, para usar dos referentes a menudo eclipsados, Arreola y Elena Garro.
El motivo de ese Big Bang en la literatura latinoamericana lo provoca, y no invoco el nombre por motivos chauvinistas, Borges, que desde sus primeros textos, “Historia universal de la infamia”, crea para nosotros un modo de escribir completamente distinto al de las tradiciones de las que proviene, la española (de Unamuno a Menéndez y Pelayo) y la latinoamericana (de López Velarde a Huidobro, que tan poco le gusta).
—¿Cuáles son algunas de las marcas que llevan la impronta de Borges?
—La precisión adjetival, las aventuras sin límites geográficos (como las de Julio Verne, tal vez). Nada de temor por las especulaciones y conjeturas metafísicas, por la teoría entretejida a la tramas narrativas. Se ve claramente incluso en Gabriel García Márquez, para no hablar de Severo Sarduy o Juan José Arreola, más epigonales.
La ventaja de Borges era su gran entendimiento del “common reader”, algo de lo que supo sacar provecho en el diario Crítica. Eso incorporaba una cantidad de lecturas, sobre todo de ficciones, que provenían de la vertiente inglesa. Pero por supuesto que nada tenía que ver con los reproches a que lo sometió algo que dio en llamarse “el juicio de los parricidas”, cuando se lo trataba de prepo de cipayo.
—Años después Borges sigue siendo Borges. ¿Cambió ese “lector común” o sigue siendo el mismo?
—Ignoro por completo la respuesta. Hoy encontramos un lector más familiarizado con las sagas nórdicas que a Borges tanto lo desvelaban.
—Cuando se refiere al boom, sostiene que hay algunas omisiones…
—Al cabo de más de treinta años, hay desapariciones curiosas, como por ejemplo la de Cabrera Infante, el autor de “Tres tristes tigres”, disidente cubano que comenzó trabajando para la revolución, integrador y director desde el 58, más o menos, hasta su muerte de la Casa de las Américas.
En general se lo trató como a un gusano. Pero él no se exilió en Miami sino en Londres, donde sostuvo una literatura que hasta García Márquez tuvo que admirar. Su novela famosa salió el mismo año, 1967, que “Cien años de soledad”. Y “La Habana para un Infante difunto” y “Mapa dibujado por un espía” son testimonios únicos de la narrativa latinoamericana. A muchos, sus juegos con el lenguaje les parecen más inofensivos, y a la vez agraviantes, de lo que son: una celebración de los escritores en la única sala que les queda ocupar.
—¿Y qué otro caso?
—Los desengaños políticos acompañaron decepciones de edad y hasta generacionales. O prefirieron una rara nostalgia casi amnésica y cierta ceguera protectora. Nadie menciona, salvo por alguna efemérides culposa, a Sarduy ni a Octavio Paz. Y sin embargo, en términos de escritura, es difícil encontrar, aun de Roberto Bolaño en adelante, escrituras más elaboradas y abarcadoras.
—También aparece César Aira, ¿qué hay de Borges en su escritura?
—Aira es un gran salto después. Están los temas borgeanos llevados a un extremo de moderna simplificación y cambio de juego, cambio y simplificación, a veces. A veces, todo lo contrario.