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La verdad en los tiempos de la cólera

¿Será el tono estridente? ¿La cantera inagotable de insultos y gestos que abren paso y encubren falacias, desmesuras, o lisa y llanamente mentiras? ¿El maniqueísmo de proyectar cada tema como un choque entre el bien y el mal, reservándose para sí un protagonismo heroico e inmaculado? ¿Qué es lo que continúa arrastrando a un ya mermado pero sólido y numeroso núcleo de personas a exhibir y celebrar representaciones de herramientas de destrucción, discursos de destrucción y –la mayor tragedia– hechos de destrucción, a tal punto arrastrar a todo el conjunto fuera de la realidad?

Por distintos espacios de tiempo del tránsito aún joven de su gestión, el presidente Javier Milei ha elegido distintos presuntos contendientes como blanco predilecto. Pero uno de ellos ha permanecido constante, el periodismo crítico, en todas sus vetas.

Con mayor o menor éxito el jefe del Estado ha arremetido contra las y los gobernadores de provincias, a quienes, en una Nación republicana y federal, simplemente amenazó con “mear”. Y contra las “ratas” que se sientan en bancas del Congreso, calificativo que prodigó, incluso con suma precisión, a legisladores que se cuentan entre las y los más consecuentes e indoblegables, a quienes no han resultado tránsfugas en sus votaciones. En cambio, a quienes sí lo fueron y lo hicieron los llamó “héroes”, y los agasajó con un pantagruélico asado en la Quinta de Olivos.

Los apelativos se acumulan con más prisa que pausa, y acaso en otro contexto destilarían risueño reconocimiento a una cierta creatividad, como hablar de “degenerados fiscales”, “gerentes de la pobreza”, “empresaurios”, “catadores de ajuste”, “pifiadores seriales”, por agrupar tan sólo una parte de la larga serie de definiciones, todas de alto impacto, pocas certeras, si hay alguna.

Mucho menos ocurrente es la reserva de palabras para el periodismo no obsecuente: “mentirosos”, “imbéciles”, “extorsionadores”, “corruptos” y “ensobrados” suelen ser los términos más comunes. Pero no se trata de exponer a quienes calumnian o mienten, que los hay, y muchos. Todavía pueden verse en la red las operaciones de prensa que han dejado huella en los zócalos televisivos, como la supuesta fortuna malversada del Fondo de Integración Socio Urbana destinado a los barrios populares; la nena de 10 años gaseada en una marcha con gas pimienta supuestamente lanzado por otros manifestantes; el supuesto desvío de fondos de la asistencia del Estado a comedores populares; el sostenimiento de medicamentos para jubilados, y un interminable compendio de etcéteras. La tríada de falacia-desprestigio-eliminación es el mecanismo usual.

 

¿Se trata de una copia perfeccionada y amplificada de una receta ya utilizada? En todo caso sus precedentes parecen denotar cierta candidez, si se rememoran aquellas construcciones que rezumaba años antes la gestión de Mauricio Macri, cuando las mismas usinas de difusión hablaban de “pobreza cero”, “segundo semestre”, “brotes verdes”, “crecimiento invisible”. Hasta algunas que otras cifras ridículas parecían más acotadas, como la contraposición del programa oficial “Fútbol para Todos”, cuya eliminación iba a florecer en la construcción de 3.000 jardines de infantes.

Era matemáticamente obvio que ni el entonces presidente ni sus funcionarios iban a inaugurar dos jardines de infantes cada día de gestión, incluyendo sábados, domingos y feriados. Pero muchas y muchos votantes se dijeron complacidos, y ni habiendo transcurrido años desde aquellos compromisos asumen todavía que no hay fútbol sin pagar un pack extra, ni jardines.

Todo podría haber quedado circunscripto a una puja de intereses en el ámbito doméstico, si en 2018 no se hubiera generado el salto a otra esfera: “He decidido iniciar conversaciones con el Fondo Monetario Internacional”, dijo Macri en un escueto mensaje en el que –claro está– atribuyó todo a la herencia recibida, que su gestión estaba “ordenando”.

 

 

El gobierno de entonces provocó el gran problema que hoy las y los argentinos cargan sobre sus espaldas, herederos de aquella decisión. Las usinas mediáticas de entonces hacían hincapié en que el préstamo, de sospechada legalidad y legitimidad –y pronta desaparición sin rastros–, destacaba las palabras “preventivo” y el discurso oficial de que las tratativas eran con un organismo multilateral que había “aprendido de las lecciones del pasado” y era “distinto” al que la Argentina había conocido “hace 20 años”. La exageración era tibia respecto de lo que resuena ahora: en telenovelesco giro, Macri dijo esperar que “todo el país termine enamorado” de la entonces directora general del FMI, Christine Lagarde. Pero no se atrevió a hablar de una supuestamente centenaria “decadencia” argentina, culpa de un supuesto colectivismo imperante. Ni a sostener que la justicia social es una “aberración” para sostener con orgullo que se está transitando “el mayor ajuste de la historia”, que es todavía “más profundo” que las exigencias del propio Fondo Monetario.

Podría desprenderse que lo que Macri intentaba tapar con vergüenza, Milei lo exhibe con orgullo. Que el primero busca palabras simples y el segundo los términos más engorrosos posibles. Pero ambos comparten la misma cobertura periodística, incluso en nombres y apellidos, empresas y el uso de “granjas” con equipos propios que se mantienen en las sombras. Pero si ambos recelan del periodismo crítico, el actual mandatario lo hace con ostensible desprecio. Lo muestra él mismo con una declaración de principios que destila esquizofrenia, una larga proclama para, en nombre de la libertad de expresión, acallar voces disidentes. La publicó el pasado 16 de agosto, para describir “el llanto de un gran número de periodistas respecto al rol de las redes sociales”.


La condensación del prospecto la ejerció Milei en su último acto público para la militancia, la presentación de La Libertad Avanza como partido político nacional, el pasado 28 de septiembre, en porteño Parque Lezama. Ahí exhibió el credo que pretende: la justicia social es “maldita”. Los periodistas son “corruptos, ensobrados”, y más: “Empezamos a transmitir y les cerramos el orto”.

Y no hay nadie como él: “No sólo me hicieron el presidente más votado de la historia, sino que además hemos logrado que por primera vez en la historia de la humanidad, llegue a la presidencia un liberal-libertario”. La frase, en términos porcentuales, es un hurto: no sólo adoptó el modelo de “Viva la libertad, carajo” de un antecesor desafiante, el “Viva Perón carajo”, sino que en términos porcentuales quedó a marcada distancia, en una elección de segunda vuelta, un balotaje de dos contendientes, de las cifras que el tres veces presidente logró en dos de sus tres elecciones de primera vuelta.

No le importa: su ministro de Economía, Luis Caputo, quien a escondidas y con explicaciones que no dejan de ser confusas envió parte de las reservas de oro del Banco Central al exterior –inédito– es un “coloso”, y él todavía más: “Soy el mejor presidente de la historia”.

Una deformación de uno los principios atribuidos a Sun Tzu, el antiquísimo y probablemente inexistente autor de un tratado bélico de China que ahora es lectura recomendada entre los ejecutivos de los fondos de capitales de inversión, reza: “El arte de la guerra es hablar hasta que el enemigo se ría”.

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