Por Eugenio Magliocca*
Patos sobrevolando la urbanidad. Cardúmenes de sábalos en el río. Pumas y monos en ciudades. Loros por doquier. Grillos en la noche. El retiro del hombre lejos de denotar una recuperación del ambiente, es un nuevo llamado de atención de lo que el humano no ve en la cotidianeidad de sus días. Un velo que pavimenta los sentidos, un trueno silencioso. Con el daño hecho (y el que seguimos haciendo), no existe una milagrosa recuperación ambiental ni un majestuoso despertar. Existe la oportunidad de volver a ver para cambiar.
La naturaleza no se recuperó por unos días de aislamiento humano. Lo que se recuperó es la mirada del hombre en aislamiento, descubriendo lo que rodea, lo que no asimilaba. Y el que no lo asimiló se le presenta, porque escucha los pájaros en las ciudades silenciosas, los grillos en las noches de aislamiento, las chicharras en los atardeceres calurosos o ve los animales que se pasean en su calle.
Con la paralización de la cuarentena empezó un movimiento (vaya paradoja), que rompió el velo de millones: en el río hay peces, aves, reptiles y demás. En las ciudades conviven con nosotros decenas de animales y en lugares más alejados de los centros urbanos hay sobrevivientes que ahora, sin movimiento humano, se animan a transitar más allá de los límites impuestos. Ahora, al parecer, hay tiempo para verlos, escucharlos, sentirlos. Lo esencial era invisible a los ojos.
Esa recuperación a la que aluden fake news, redes sociales y algunos medios en ecología se llama «resiliencia». Es término empleado para indicar la capacidad de los ecosistemas de absorber perturbaciones, sin alterar significativamente sus características de estructura y funcionalidad; pudiendo regresar a su estado original una vez que la perturbación ha terminado. Eso lleva años y depende, obviamente, de cada ecosistema.
Asimismo, hay un velo que aún no ha caído: el virus, llámese coronavirus o demás, y su propagación, está íntimamente ligado a la destrucción del ambiente. Hay una relación intrínseca entre la deforestación, la destrucción de ecosistemas, la globalización y la crisis climática, con la expansión planetaria del coronavirus. «Nunca antes existieron tantas oportunidades para que los patógenos pasen de los animales salvajes y domésticos a las personas. El 75 por ciento de todas las enfermedades infecciosas emergentes provienen de la vida silvestre», dijo el director de Medio Ambiente de la ONU, Inger Andersen.
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Por su parte, Matías Mastrangelo y María Guillermina Ruiz, investigadores del Conicet y del Instituto Nacional de Investigación Desarrollo Pesquero, señalan en una entrevista que el tráfico de fauna a escala global aumentó los contactos entre animales silvestres y poblaciones humanas que, de otra manera, nunca hubieran ocurrido. Asimismo, la destrucción de ecosistemas naturales ha hecho que los animales silvestres tengan cada vez menos hábitat donde vivir. Así, contactos entre animales silvestres y domésticos, y entre animales silvestres y personas, que no eran comunes en los ecosistemas naturales, se volvieron cada vez más frecuentes.
Por otra parte, el cambio climático global, resultante en gran parte de la destrucción de ecosistemas y el uso de combustibles fósiles, ha aumentado la temperatura en todo el planeta, haciendo que especies típicamente tropicales ahora encuentren un hábitat apropiado en las regiones templadas, las más pobladas del planeta.
El velo aún sigue volviendo invisible las verdaderas problemáticas y el devenir puede volverse cada vez más incierto. La economía global y nacional deberá reactivarse y esto sucederá de una manera acelerada, así que desde ya vale la pena enfatizar que esto no puede poner en riesgo, aún más, la sostenibilidad de nuestro planeta.
Tony Barboza, de Los Angeles Times señalaba hace unos días que los expertos predicen que la crisis de salud hará que las emisiones mundiales disminuyan por primera vez desde 2009, durante la Gran Recesión. Pero una mirada retrospectiva a lo largo de las décadas muestra un aumento constante de los gases de efecto invernadero marcados por caídas temporales causadas por las recesiones económicas, incluida la crisis financiera mundial de 2008 y las crisis petroleras de los años setenta. La contaminación se recupera previsiblemente una vez que la economía comienza a mejorar nuevamente.
A nivel global, el petróleo es ahora el combustible más atractivo debido a que su precio ha descendido a niveles que no se veían desde 1991, en plena Guerra del Golfo. Al respecto, la Agencia Internacional de la Energía (AIE) ha advertido de que los bajos precios de petróleo podrían debilitar las inversiones que gobiernos de todo el mundo han hecho para potenciar la compra de vehículos eléctricos o promover energías limpias, como la solar o la eólica. Es decir, las supuestas repercusiones positivas para el ambiente derivadas de la pandemia podrían no solo desaparecer por completo, sino volverse negativas, dependiendo de la reacción de cada país para afrontar la consiguiente crisis económica.
El cambio climático nos ha demostrado que todo se relaciona con todo; lo que sucede en una esquina del planeta afecta las demás. El desafío que parece dibujar el futuro plantea en qué medida la humanidad será capaz de encontrar modos de vida, trabajo y producción que no dependan de un consumismo irracional, y de modelos que, además, solo han incrementado la desigualdad. Slavoj Zizek arrojó la primera piedra cuando escribió que la opción, después de la pandemia, será “barbarie o alguna forma de comunismo reinventado”.
El sociólogo Boaventura de Sousa Santos asegura que «el objetivo de la crisis permanente es que ésta no se resuelva. Ahora bien, ¿cuál es el objetivo de este objetivo? Básicamente, hay dos objetivos: legitimar la escandalosa concentración de riqueza e impedir que se tomen medidas eficaces para evitar la inminente catástrofe ecológica. Así hemos vivido durante los últimos cuarenta años».
*Magliocca es vocal de Parques Nacionales y escritor de cuentos infantiles con temática ambiental.