El partido del Dínamo contra el Voda Cernaut, el equipo ucraniano en la gran liga de la URSS estuvo a punto de suspenderse por diferencias políticas y porque se había filtrado que algunos jugadores éramos a la vez agentes de inteligencia. Pero el gran besador, como se lo conocía a Leonid Brezhnev arregló rápidamente –beso de por medio– con el gobernador ucraniano. Ellos tenían un zaguero infranqueable y un delantero de esos que aprovechan la menor distracción y son letales.
Además venían de no perder los últimos tres partidos, ganados casi por goleada. Y aunque el Dínamo, insisto, tenía fama de imbatible, esa vez nos vimos en problemas. Teníamos como capitán a Valeriy Lobanovskyi –un eficaz número 9 que mantenía al grupo cohesionado– al que la KGB tenía entre ojos porque por una imprudencia de su parte, un espía norteamericano se había alzado con datos cruciales. Ya Lobanovskyi había sufrido presiones y en ese partido su moral estaba casi rozando el piso.
Cuando promediando el segundo tiempo el Voda Cernaut puso el partido 3-0 a su favor, vimos al capitán detenerse, bajar la cabeza y permanecer en ese estado por al menos cinco minutos. Lo que siguió después habla del coraje y de la capacidad de Lobanovskyi para hacer saber que era todavía el capitán y que las cosas podían cambiar. Rápidamente se acercaba y hablaba con los jugadores clave, les construía figuras en el aire con exacerbados ademanes, se acercaba a sus oídos con secretos y azuzaba con un ¡vamos, vamos, vamos! y algo así como un estado de voluntad inquebrantable se apoderó del equipo.
En 10 minutos empatamos el partido, con un golazo surgido del propio Lobanovskyi. Apenas unos meses después nuestro capitán pediría asilo en Alemania Occidental. Un capitán tiene que sentirse como tal y aunque no tuviese vocación de mando, desde el momento que ocupa ese lugar –porque fue elegido, porque lo merece– debe contagiar a la tropa el espíritu de cuerpo en busca de la victoria o para terminar con las menores bajas posibles.
El capitán debe levantar el ánimo, debe advertir si alguien se equivoca y se produce una situación peligrosa, debe hacer frente a las adversidades que van desde un altercado personal a una ofensiva peligrosa del contrincante. Y sobre todo debe saber que en el campo de batalla, en una contienda o en el campo de juego, él es la única autoridad, más allá de lo que ocurra por fuera, se trate de política, tensión de intereses, y hasta amenazas personales.
Va esto para mis amigos argentinos –rosarinos, bah!– porque los rumores que en estos días corren a la velocidad de la luz sobre la nave insignia de la selección nacional, es decir el hijo pródigo de esta ciudad, Messi, pueden reducirse solamente a esa situación. Vaya a saber qué sucedió pero el pobre hombre, por lo que se vio durante el encuentro con Croacia, no estuvo a la altura de las circunstancias y es posible que no haya podido sustraerse a “presiones” de su entorno, y en esto pongo también a la de los propios hinchas y, hasta diría, a la de los argentinos en general.