Toda la apariencia del escritor, dramaturgo, guionista y actor de Sam Shepard hacía pensar que se perfilaba hacia alguna atendible longevidad; pongamos 90 y tantos, lo graficaban su contextura física con altura y bien llevada musculatura una vez atravesados los 70, y esa apabullante lucidez que demostraba en algunas –muy pocas– entrevistas que daba, fundamentalmente por su trabajo de actor. Pero las vidas se terminan echando por tierra cualquier previsión y así partió Shepard a sus 73, dejando detrás una práctica artística sino vasta, muy intensa, sobre todo en lo que concierne a escritura que, como afirmaba, era lo que prefería hacer.
Beckett y los griegos
Shepard comenzó tempranamente, cuando recaló en New York, a mediados de los 60, a escribir teatro para el circuito off-off-Broadway, es decir, el contexto de propuestas contestatarias e iconoclastas que apuntaban a desnudar las miserias del sistema capitalista y su correlato estadounidense del “american dream”. Shepard se había fascinado con Beckett y el expresionismo en sus años tempranos en su natal Ford Sheridan, estado de Illinois, y muy pronto se unió a un grupo de teatro independiente que hacía giras en forma permanente. Algo de Beckett entonces, y también la lectura de autores griegos, como confió alguna vez, fueron conformando el estilo de una pluma que aspiró a poner de relieve la desesperanza que calaba hondo en las clases medias y más desposeídas de su país. Ese estilo, habiendo bebido en Beckett, era conciso y directo y su afán fue encontrar la música del texto a partir de esa elección. La descripción de las acciones, los personajes enseñoreados en su cotidianidad, la búsqueda del contraste entre el fluir de la vida y aquello que se interpone desde el absurdo de las estructura dominantes, le permitieron sentirse cómodo en esas aguas y obtener reconocimiento en la escena de la dramaturgia norteamericana.
La emoción americana
Escribió para teatro La turista (1967), Operación Sidewinder (1970), La maldición de la clase hambrienta (1976), Niños enterrados (1978) con la que consiguió el Pulitzer; la más vista y festejada de sus obras teatrales Loco de amor (1983), que Robert Altman llevó también al cine guionada y actuada por el mismo Shepard, y Mentira mental (1986), entre las principales, casi todas atravesadas por fragmentos autobiográficos y vivencias que captaban algo de la atmósfera del tiempo social y de la, como él solía llamarla, “emoción americana”. De este modo su imaginario puso de relieve en su construcción literaria al oeste norteamericano, al camino, a la carretera, a esos espacios inconmensurables donde no queda si no preguntarse por la propia existencia; al mismo tiempo, también laten el gesto pop, la ciencia-ficción, la alienación de la sociedad consumista y la oscuridad flagelante de las relaciones familiares, que él trató en forma distinta a como lo hicieron Eugene O’Neill o Arthur Miller, por ejemplo, corriéndose más que nada de la centralidad del drama familiar en sí y connotando la presión y la amenaza política que las atraviesa.
Envuelto en el misterio
Luna halcón (1981) y Crónicas de motel (1982) fueron sus dos libros de relatos-crónicas, un reservorio de las manifestaciones que para Shepard son las que verdaderamente importan en la vida: la soledad, el destino –en el que creía y afirmaba que los hombres sólo lo interpretan– el romance que a veces deja una huella imperecedera, el desamparo, la belleza conmovedora de una ruta sin horizonte. Shepard fue enemigo de la autocompasión, no hay en su obra ningún deseo de remisión o salvación, su ojo atento y su escritura austera se afanaron más en la descripción de los infiernos y paraísos que habitan en cada uno de los hombres, haciéndolo reconocer el paisaje que tiene más cerca, el que le es más familiar, y esto, irremediablemente, lo llevó a admitir que hay mucho de imposibilidad, que todo es provisorio y fugitivo. Por eso su escritura es fuertemente trágica y tierna a la vez, se trataba de sentir minuciosa y excesivamente el tiempo que se habita porque allí puede revelarse el misterio, el curioso fenómeno que talla el inicio y final de las relaciones entre los hombres, que se interrumpen malamente y vuelven a empezar. En una entrevista en el París Rewiew, Shepard señaló algo vinculado a esta cuestión. “Odio los finales. Simplemente los detesto. Definitivamente, los comienzos son lo más apasionante, los medios son desconcertantes y los finales son un desastre. La tentación de la resolución, de cerrar todo en un paquete, me parece una terrible trampa. Los finales más auténticos son los que ya están dándose vuelta hacia otro comienzo”, dijo.
El artista que puede acercarse a sentir de esa manera es quien puede decir de modo más creíble que estuvo allí (en la vida) y se vio envuelto en su misterio, siempre más grande que todas las miserias de los hombres. De Shepard podría decirse algo así.
Guiones, poesía, canciones
¿Basta la firma de un par de guiones de películas para alcanzar un lugar destacado en esas lides? Si de Shepard se trata, puede afirmarse que con la escritura del guion deZabriskie Point, que dirigió en Estados Unidos Michelangelo Antonioni, y con la de Paris, Texas, que dirigió Win Wenders, lo consiguió sobradamente. Ambos son films fundamentales en la historia del cine y ambas son fiel reflejo de la aguda observación sobre el malestar americano, teñido de melancólica belleza y de una libertad más cercana a la ensoñación que a su posibilidad de concreción. Muy joven, Shepard vivió con la cantante y poeta Patti Smith, con quien hizo la música para su obra teatral Cowboy Mouth. De esa época data también su primera experiencia con la poesía que luego afianzaría en sus libros de crónicas, que funcionan como puzzles de textos diversos entre relatos, memorias, ensayos y poemas. También estuvo cerca de Bob Dylan, con quien escribió a dos manos la canción “Brownsville Girl”, y a quien seguiría como acompañante de una gira por el interior profundo estadounidense, con paisajes de carreteras desiertas y pueblos igualmente perdidos, ofreciendo recitales de música y poesía juntos a otros artistas, todo reseñado luego en Rolling Thunder Logbook, un libro que impresiona ese tránsito artístico.