Como suele suceder en el universo del cine, de los directores más precisamente, algunos realizadores que debutan con obras de marcado tinte iconoclasta, al cabo de un par de films en esa línea, suelen volcarse a otros menesteres más estandarizados de su actividad; los hay europeos y norteamericanos, asiáticos y hasta de espacios más emergentes como el latinoamericano o el medioriental; en estos últimos casos, los directores suelen ser tentados por las mieles de la que continúa siendo la gran industria de la producción audiovisual –la mayoría de las veces dejando de lado sus aspiraciones e inquietudes iniciales–, una industria que predigiere la obra para dejarla lo más parecida a un producto comercial. Es que pese a que Europa intenta disputarle mercados con sus producciones a gran escala, Estados Unidos afianzó su managment y continúa imponiendo su política de hacer cine, por lo que sus films deben hacerse cada vez más masivos.
Pero qué ocurre con los mismos realizadores norteamericanos a los que una gran productora o estudio llama a su puerta luego de haberlos ignorado: los hay que se arrodillan bendiciendo esa suerte y otros que acceden sólo si pueden reservarse la orientación y un discurso que no traicione sus convicciones. Este último caso parece ser el de John Cameron Mitchell, quien luego de Hedwig & The Angry Inch y Shortbus, dos películas fuertemente impregnadas de sexo explícito y angustias, cóctel espinoso para la mass-media de su país de origen, desenvaina El laberinto, un relato que hurga hasta el paroxismo en un drama insoluble con recursos formales y estéticos un tanto convencionales pero ajustados a una propuesta que, en otras manos, seguramente resultaría algo típicamente lacrimógeno destinado a herir la sensibilidad y con una respuesta única –y, digerida– acerca de cómo debe comportarse cualquiera ante algo inexplicable que daña en lo más hondo.
En efecto, la pareja conformada por Howie y Becca pierde a su hijo de cuatro años en un accidente al inicio del relato; luego del primer socavón anímico, ambos parecen entrar en una dinámica doméstica y laboral que los sitúa en una esfera un tanto aparte del frente de tormenta que llegó para quedarse. Pero eso sólo es un primer momento, un efecto inmediato, se diría casi inconsciente, como tantear para ver de dónde agarrarse. Un poco después el vacío se abre a sus pies y ya sus pasos no tienen dirección segura; el desaliento, los recuerdos en carne viva, la fatalidad de la ausencia atraviesan la relación entre Howie y Becca hasta tornarla algo extraño, algo que sucede más allá de la intención de cada uno.
Basada en una obra teatral de David Lindsay-Abaire, con la que consiguió un Pulitzer, El laberinto constituye para Mitchell un ejercicio de suficiencia para llevar adelante un drama estilizado donde el acento recae en los dos protagonistas, en cómo desarrollan sus caracteres y en cómo abordan los parlamentos para que nada se corra de lugar bajo la amenaza latente de un tono emotivo más alto que terminaría por arruinarlo todo. Y Mitchell sale más que airoso de este “desafío”, manteniendo un pulso de hierro con escenas de justo timing, con un montaje dinámico pese a que las acciones son siempre de cuerdas íntimas y, justo es marcarlo, con una intensa labor de Nicole Kidman y Aaron Eckhard, que hacen crecer sus personajes en la misma modalidad que adopta el relato, es decir consustanciados con la forma adoptada, con el sufrimiento cosido a la piel y abriendo una brecha insondable para cualquier proyecto común. Es que, se afana en demostrar El laberinto, hay que inventar un futuro porque el presente es puro abismo. En ese trance y vaya a saber por qué pulsión, Becca se acercará al adolescente que acabó con la vida de su pequeño y en los antípodas de lo que aconseja la convención (léase ira, impotencia) establece con él una relación de sostén mutuo –las escenas en un banco de parque en la que conversan como pueden de lo que ocurrió son un hallazgo–. También Becca, más hierática, decide tomar distancia y va descartando todo aquello que perteneció a su hijo; abandona prontamente el grupo de autoayuda cuando las justificaciones sobre la gratuidad de esas muertes adquieren un matiz religioso, y no acepta condescendencias de ningún tipo, ni de su madre, ni de su hermana, ahora embarazada, y se mantiene en su deambular reflexivo y azorado.
Howie en cambio se mortifica en dos líneas paralelas pero igualmente insidiosas: observa recurrentemente las imágenes de su celular donde permanecen grabadas las imágenes de ellos junto al hijo y espía los espacios por donde el niño anduvo, y al mismo tiempo intenta un acercamiento afectivo a Becca y hasta fantasea con la idea de otro hijo. En esta distancia entre ambos, y en finalmente aceptarla como continuidad del dolor inicial hasta que algo diferente –que los protagonistas no imaginan– suceda, se encuentra el rasgo de autor de Mitchell, a fin de cuentas ducho en estos menesteres como lo prueban sus dos opus anteriores: dolor incomprensible, soledad, relaciones imposibles. El plano final con una cámara que se aleja mientras Becca y Howie ya ni piensan cómo seguir porque todos los intentos de “acomodar” la situación fueron vanos, y porque accedieron a dejarse estar allí tomándose delicadamente de las manos, muestra hasta dónde Mitchell sigue armando su propio tratado del dolor, aun en una producción pensada para un público mucho más amplio que al que se dirigía su cine anterior.