A la periodista y escritora norteamericana Joan Didion le gustaban las máximas, pero le gustaban acomodadas a su forma de entender el tránsito hacia lo que encontraba de satisfactorio en una práctica de síntesis entre vida y experiencia; y, es más, con eso fue tejiendo su identidad, la de una cronista avezada y dispuesta a desarmar cualquier presupuesto con que se cifra la realidad, sobre todo la de su país.
“Cuando llegas a algún lugar con una idea preconcebida y hasta con un cuestionario para abordar aquello que se ha marcado como cierto, la más de las veces, si uno quiere llegar al final de las cosas, te das contra la pared, lo que creías cierto no lo es tanto y así todo lo demás se relativiza”, dijo tempranamente en una entrevista en el New York Times, al tiempo que conseguía la atención pública luego de una serie de notas en las revistas Life, The Saturday Evening Post y más tarde en The New York Review of Books, donde escribía sobre el insostenible vacío y el desmadre social de los años de posguerra en su país.
No pasó mucho tiempo hasta que se la reconoció parte de la movida de lo que se nombraría como Nuevo Periodismo (New Journalism), un estilo íntimamente ligado con el también novedoso Non Fiction, donde entre sus más conspicuos hacedores brillaban los nombres de Hunter S. Thompson, Tom Wolfe, Gay Talese, Norman Mailer, Terry Southern y hasta el mismo Truman Capote. Didion logró algo nada fácil en aquel tiempo, que todos estos cronistas y escritores festejaran su certera nota testimonial sobre los hippies de San Francisco y su declamada “revolución pacífica”. Allí se preguntaba: ¿Qué era exactamente esa ola colorida y psicodélica que consumía drogas alucinógenas y protestaba, al mismo tiempo, contra la intromisión norteamericana en Vietnam?, ¿de qué herida social habían surgido esos pelilargos que parecían no reaccionar ante los palos policiales pero estaban siempre ocupando calles e instituciones para denunciar la pena de muerte declarada a los jóvenes con el envío de tropas a la selva asiática?
Didion pasó meses junto a distintos grupos de hippies, puso el cuerpo en varias manifestaciones y hasta fue detenida en San Francisco cuando participó de una puesta en escena con féretros que emulaban a los que llegaban en los aviones desde Saigón cada semana trayendo los cadáveres de muchachos de apenas 18 años. Con esa materia viva, Didion escribió uno de las crónicas más agudas sobre ese movimiento, e incluso puso en debate si los modos de protesta pacífica eran los más efectivos para torcer el rumbo de las cosas en un país que hacía del intervencionismo un ejercicio sistemático para controlar el resto del mundo.
De esos fumetas y amantes de la paz, que veneraban las religiones orientales como el budismo y el hinduismo, que viajaban al Tibet en busca de una sabiduría que se ilusionaban con traer a Occidente, Didion dijo: “Es maravilloso como se ha colado en la música los trances que experimentan los hippies para meditar y creer que el mundo será mejor, la psicodelia te eleva, pero de lo que no parecen percatarse es que se trata de un mundo de pura violencia, que si ponés la otra mejilla, te la aplastarán de un mazazo”. Cuando ocurrieron los crímenes del Clan Manson, se ocupó de aclarar en una nota que ese grupo no representaba a todos los hippies sino que por el contrario, era consecuencia de una sociedad consumista e insensible a los padecimientos del otro. También describió el mundo resentido de los exiliados cubanos en Miami y la guerra civil de El Salvador, desatada luego de años de opresión estadounidense y gobiernos cipayos.
Ponerle palabras a los desequilibrios sociales
Además de cronista situada en el epicentro de la contracultura como fue la California de los años 60, Didion fue también guionista, ensayista, crítica de cine, pero es en sus crónicas donde logra un estilo que resplandece por su capacidad de ver siempre más allá de lo que flota en la superficie. Es lo que puede leerse en la recopilación de sus crónicas titulada El álbum blanco, toda una implacable observación de los acontecimientos en su país que conmovieron al mundo durante los furibundos sixties. El impacto de su escritura lo producía justamente su forma de involucrarse en esos sucesos, el estar allí siendo parte. Eso era suficiente para Didion, así podía entender y ponerle palabras a los desequilibrios de la sociedad de su tiempo, siempre dispuesta a hundirse un poco más. Su crónica de New York vuelve a poner sobre el tapete las aberraciones de una ciudad desnuda que una década antes el film noir norteamericano se ocupó de señalar.
Serían esas experiencias creativas las que derivarían en los impresionantes libros sobre la muerte de su marido primero y la de su hija apenas un poco después. En 2002, ya con su hija adoptiva Quintana Roo internada con una infección imparable, su marido, el escritor y guionista John Gregory Dunne, cae infartado en el departamento de Manhattan que compartían. Situaciones que descolocarían al impertérrito más consumado, pero que Didion –poniendo su cuerpo al abatimiento– comenzó a escarbar para encontrar alguna razón de tanto ensañamiento, abriendo en cada página un torrente de indagaciones sobre las peligrosas relaciones familiares y el derrotero inasible de sus peripecias, muchas de las cuales terminaban en el dolor más descarnado.
El primero de esos libros se llamó El año del pensamiento mágico, un texto de no ficción desprovisto de cualquier sentimentalismo que también puede leerse como una novela y que fue el que la hizo conocida en el mundo de habla hispana apenas se tradujo; el segundo es Noches azules, escrito tras la muerte de Quintana, donde despliega una memoria vital sobre la vida de su hija y al mismo tiempo traza una suerte de elegía sobre ella y el paso del tiempo.
“Nos contamos historias para poder vivir”, había escrito Didion en El álbum blanco y en estos dos libros sigue fielmente esa máxima hasta dar con aquello que nunca había sido contado sobre su familia, rastreando su participación en momentos claves. Su capacidad para explorar esos momentos es notable, nada mejor que la escritura, parece decir, para revisar las conductas del pasado, lo que no es posible ver de los hechos cuando ocurren; ese dejarse llevar por falsas certidumbres y rumores infundados, por las zancadillas con que el ego juega a nublar la mente.
La tarea de desarmar categorías impuestas
En su segunda novela, Según venga el juego, el personaje principal es una actriz sujeta a las decisiones de los hombres que se cruzaron en su vida, una sujeción a la que muchísimas mujeres han cedido sin ni siquiera ser conscientes de lo que les ocurría. Las curvas de la salud mental, el siempre espinoso aborto y la imposibilidad de la pareja aparecen como las vicisitudes que envuelven a la protagonista. Especie de autoficción, en esta novela Didion separa capas de hipocresía casi como si fueran capas geológicas de tanto que atraviesan las individualidades y la sociedad toda; lo hace desde su búsqueda constante para desarmar categorías impuestas, buscando respuestas que tal vez nunca encuentre.
Sus ansias de mostrar lo que yace tras las cortinas de la realidad la llevan a publicar su evaluación psiquiátrica como paciente externo del Hospital St. John en California. Así como narró la movida hippie y pacifista, lo mismo hizo con el surgimiento de los movimientos feministas de los 70, donde contó sobre el endémico machismo de algunas mujeres; trabajó como guionista junto a su marido y juntos firmaron el guion de la magnífica Pánico en el parque, un profundo ensayo de ficción sobre el descalabro y muerte que producía el consumo de heroína en los 70 entre los jóvenes neoyorkinos y sobre la corrupción e impunidad de la policía, que muy bien dirigió Jerry Shatzberg. Hicieron lo mismo en la nueva versión de Nace una estrella, que coprotagonizaron Barbra Streisand y Kris Kristofersson y dirigió Frank Pierson.
Y ambos escribirían el guion de Según venga el juego que en el cine se llamó Confesiones verdaderas y protagonizaron Robert De Niro y Robert Duvall bajo las órdenes de Ulu Grosbard. Todos films que de algún modo hablan de la descomposición social, las sinuosidades del amor y las mentiras interesadas y hasta criminales con que se edifican las instituciones.
Redescubrir lo que se da por sentado
En El año del pensamiento mágico escribió: “La vida cambia cuando apenas te das cuenta. Te sientas a comer o te despiertas un día y la vida que conocías se terminó”, admitiendo cierto sinsentido de la existencia pero también dejando entrever que el camino que se toma es siempre el elegido entre otras opciones.
Por eso narrar, para Didion, es redescubrir aquello se da por sentado hasta encontrar otras pistas que lleven a desmantelar los pensamientos hechos y hasta las creencias. En ello se le fue la vida hasta hace pocos días cuando se anunció su muerte a causa de una insuficiencia causada por el Parkinson que sufría. Por estos días puede verse en Netflix Joan Didion: El Centro cede, un documental dirigido por su sobrino, el actor, director y productor Griffin Dunne (protagonista de Después de medianoche, de Martin Scorsese entre otras), donde mediante material de archivo, entrevistas a Joan, a sus amigos y a otros escritores se va develando esa curiosidad indoblegable de la autora por llegar al sentido último de las cosas. Y que, aunque la mayoría de las veces no lo encontrara, continuó buscándolo hasta sus 87 años.