Por Mariano Hamilton – Noticias Argentinas
La Gran Depresión del 29 trajo nuevos comportamientos, otras dimensiones humanas. Las derechas, los fascismos y los nacionalismos tomaron un impulso que pocos podían imaginar. Italia era un país cuando se había propuesto para ser sede del primer mundial de fútbol, en 1928; y otro completamente diferente cuando consiguió la organización del segundo. Y no sólo Italia había cambiado; también el mundo.
Dos países eran el foco en donde se concentraban esas derechas xenófobas, racistas, clasistas y que suponían que la superioridad de la raza estaba por encima de las otras etnias: Italia y Alemania. Y desde allí esas ideas derramaban hacia otros lares agitadas por el hambre, la desocupación, la miseria y, todavía mucho más decisivo, el odio hacia los países que habían ganado la Primera Guerra Mundial, la por ese entonces llamada la Gran Guerra, que habían impuesto severas sanciones económicas y militares a los perdedores y casi nula apertura hacia los que incluso habían estado del lado de la victoria.
Las políticas de Estados Unidos, el Reino Unido y Francia fueron un motor para las nuevas derechas europeas que prendían en la sociedad y en la política. Era el fracaso de la convivencia democrática tal como se la concebía hasta ese momento.
Adolf Hitler en Alemania había predicho que el capitalismo estadounidense, los bancos y la bolsa serían los responsables del hambre y la miseria de Europa. Benito Mussolini en Italia lo replicaba. Y en España, detrás de la figura de José Sanjurjo, otro ultraderechista, asomaba Francisco Franco. Sanjurjo fue el protagonista del Golpe del 34 llamado La Sanjurjeada que fracasó pese a recibir el apoyo de Italia, pero dejó las bases para la Guerra Civil que comenzaría dos años después. La cuestión era que millones y millones de hombres y mujeres europeos vivían en la miseria e imaginaban que la salida del infierno iba a ser por derecha.
El espantoso Tratado de Versalles plantó la semilla del orgullo nacional en los pueblos alemanes e italianos. Alemania, que había sido una potencia, perdía territorios, poderío militar y económico. E Italia se sentía discriminada pese a ser una de las naciones vencedoras de la Gran Guerra.
Ya en 1930, el Partido Nazi salía segundo en las elecciones delante del Partido Comunista y el camino de Hitler hacia el poder parecía allanado. ¿Pasarían meses? ¿Años? No importaba. El momento iba a llegar.
Pero como nada es casual y todo es causal, el éxito de Hitler en las elecciones atrajo la atención de los empresarios alemanes, quienes dejaron de tomarlo como a un demente para empezar a considerarlo una opción posible para potenciar a los alicaídos negocios en tiempos de la post depresión.
En 1932, Hitler se hizo ciudadano alemán (era austríaco de nacimiento) y se presentó a elecciones. Pese a que el empresariado lo bancaba y que el ejército estaba de su lado, perdió por 16 puntos con Paul von Hindenburg, el tipo que dirigió la política alemana desde el final de la Primera Guerra. Para los nazis, igual, quedó claro que pese a haber duplicado su volumen de votos, no había chances de que Hitler llegara al poder por los caminos ordinarios.
Después decenas de roscas para formar el gobierno, el 30 de enero de 1933, Hitler fue nombrado canciller de Alemania por el acorralado presidente Hindenburg, lo que marcó el comienzo de una nueva era. Nefasta. Pero nueva, al fin y al cabo.
Hitler no se sentía a gusto tras asumir como canciller. Sabía que tenía que seguir lidiando con viejos políticos como Hindenburg y el vicecanciller Franz von Papen. Y por eso llamó otra vez a elecciones para darle legitimidad a su gobierno. Hindenburg y Von Paper cayeron en la trampa y aceptaron.
El 27 de febrero de 1933, una semana antes de las elecciones, el edificio del Reichstag, el parlamento de la República de Weimar, fue incendiado y Hitler sacó rédito político de ese hecho. Al día siguiente, presentó un decreto en el que suspendía la libertad de expresión, la propiedad privada, la libertad de prensa; la inviolabilidad del domicilio, de la correspondencia y de las conversaciones telefónicas; y limitaba la libertad de reunión y asociación. En ese clima, el 5 de marzo del 33 se hicieron las elecciones, en las que los nazis sacaron el 44% de las bancas para provocar la ira de Adolf, quien inmediatamente ordenó la detención de los diputados comunistas y socialdemócratas, obviando la inmunidad parlamentaria con la que gozaban.
Persecuciones, detenciones arbitrarias, intervención de las provincias, destitución de jueces y todo lo que uno se pueda imaginar de un Estado totalitario pasaron a ser moneda corriente. Para agosto de 1934, Hitler ya era el amo y señor de Alemania con los cargos de canciller y presidente de la República, este último asumido después de la muerte de Hindenburg. Y allí nació el Führer.
En Italia pasaba algo parecido. La insatisfacción por haber sido dejados de lado por Estados Unidos, Francia y el Reino Unido fue un duro golpe para la autoestima italiana, que todavía era el Reino de Italia. Ese descontento desembocó en huelgas y protestas de obreros, campesinos y ex veteranos de guerra, quienes fueron interpelados por un excéntrico carismático para levantarse en contra de los poderes establecidos: Benito Mussolini. Para eso, en 1919, Mussolini creó los Fasci Italiani de Combattimento, un grupo armado que dio origen al Partido Nacional Fascista.
El marzo de 1921, Mussolini desfiló en Milán con sus Camisas Negras para demostrarle a los socialistas y comunistas que el fascismo se había ganado la simpatía de millones y que la contienda se iba a dirimir en las calles. Y a partir ese día los Camisas Negras asolaron el espacio público con ataques contra los políticos de otras ideologías. Ese era el camino elegido para la toma del poder.
Y la llegada el poder sucedió, aunque de manera curiosa. Mussolini estaba instalado en Nápoles con 40 mil camisas negras. Su poder de fuego era tal que la noche del 27 de octubre, los fascistas ocuparon centrales de teléfonos y edificios gubernamentales por lo que el jefe del gobierno, Luigi Facta, le pidió al rey Víctor Manuel que declarase el Estado de Sitio. El rey, que tenía más miedo que nadie, hizo lo contrario: rajó a Facta y el 29 de octubre le encargó a Mussolini que formara gobierno. Al día siguiente, Mussolini entró en Roma y de esa manera creó el mito de que había llegado al poder impulsado por una revuelta popular cuando en realidad fue por un golpe de palacio. El 16 de noviembre de 1922 Mussolini ya era el nuevo Jefe de Gobierno.
Lo que pasó durante el Gobierno de Mussolini entre 1922 y la disputa del mundial de 1934 se lo dejamos a Google, porque sería largo de narrar. Pero sí digamos que durante esos 12 años es difícil encontrar hechos que mariden con las prácticas democráticas.
El mundo estaba así, amigos, en 1934. Nadie imaginaba que cinco años después comenzaría otra Guerra Mundial pero sí estaba claro que las derechas se llevaban todo puesto. El hambre, la desocupación, la pobreza y la tristeza ya habían hecho su trabajo: llevaron al hombre a exteriorizar lo más bajo de sus instintos individualistas para desplazar del centro de la escena la construcción colectiva. Era la meritocracia al palo. Impuesta además por la prepotencia de las armas.
En medio de ese desenfreno, la FIFA le concedió a Italia la organización del IIº Mundial de Fútbol, algo que le venía fenómeno a Mussolini para mostrarle al mundo una versión edulcorada de su país. Porque nada se mostraba de las persecuciones, matanzas y proscripciones. Cualquier similitud con algo que ocurrió en la Argentina, en 1978, no es mera coincidencia. Las derechas son parecidas. Los fascismos también. Y las conductas delos dictadores, se replican.
El Mundial esta vez tendría 16 participantes y, para elegirlos, se disputaron eliminatorias, ya que había más interesados en jugarlo que cupos. Una curiosidad fue que Uruguay, el campeón defensor, faltó a la cita, por lo que fue el único campeón que no defendió el título en la edición siguiente. Uruguay se había negado a ir a Italia porque se vengó del desplante que, cuatro años antes, había sufrido por parte de los italianos.
Una vez obtenida la organización del Mundial, Mussolini se puso a trabajar para que Italia fuera campeón. No quería fallar. Manejó sus influencias para nacionalizar jugadores, influyó en los árbitros y hasta amenazó a sus jugadores (“vencer o morir”, fue el mensaje bajó desde el gobierno).
Italia nacionalizó al brasileño Anfilogino Guarisi y a los argentinos Atilio Demaría, Enrique Guaita, Raimundo Orsi y Luis Monti. Este último había jugado para Argentina en el mundial de Uruguay y se convirtió en el único jugador de la historia en disputar dos finales de la Copa del Mundo con dos selecciones diferentes.
El Mundial de Italia fue opuesto al de Uruguay. Cuando en 1930 apenas se cubrieron tres de las dieciséis plazas previstas, en 1934 se jugaron eliminatorias, ya que 32 equipos querían disputarlo. Italia, el anfitrión, también participó, algo que nunca volvería a ocurrir. Italia jugó contra Grecia y, tras ganar 4-0 en el partido de ida, los griegos renunciaron a la revancha a cambio de inversiones. Brasil se clasificó al renunciar Uruguay. Argentina y Chile, emparejadas en la eliminatoria, renunciaron a enfrentarse, aunque Argentina fue al Mundial con un equipo amateur dada la prohibición de los clubes profesionales locales de ceder a sus jugadores. Es decir: el campeón de la edición anterior no participó y el subcampeón acudió con un equipo amateur.
España tenía un equipo casi imbatible. Fue emparejada con Portugal y ganó los dos partidos por 9-0 y 2-0. Sus figuras eran Ricardo Zamora, Ciriaco, Quincoces, Isidro Lángara, Regueiro, Gorostiza, Campanal, Chacho…
Mas diferencias con el Mundial de 30: mientras que en Uruguay participaron 9 equipos americanos y 4 cuatro europeos, en Italia hubo 12 europeos (Italia, Alemania, Austria, Bélgica, Checoslovaquia, España, Francia, Hungría, Holanda, Rumanía, Suecia y Suiza), 3 americanos (Argentina, Brasil y Estados unidos) y un africano (Egipto).
El Mundial se jugó entre el 27 de mayo al 10 de junio de 1934, sin fase de grupos y a eliminación directa: octavos de final, cuartos de final, semifinales y final.
A los cuartos de final pasaron Italia, España, Hungría, Austria, Suiza, Checoslovaquia, Suecia y Alemania y quedaron afuera Argentina, México, Egipto, Brasil, Rumania, Bélgica, Francia y Holanda.
En cuartos se dio otra muestra de las intenciones de Mussolini: Italia jugó ante la poderosa España. El partido terminó 1-1 en los 90 y la igualdad se mantuvo en la prórroga. Hubo un desempate al día siguiente y España se presentó sin siete titulares entre extenuados y lesionados. El primer partido había sido una batalla en donde Italia contó con la complicidad del juez suizo Rene Mercet para despedazar a patadas a los españoles. El l arquero Zamora, por ejemplo, terminó el partido con dos costillas rotas. Italia, como era lógico, pasó a las semis al ganar por 1-0, con un gol de Giuseppe Meazza, luego de una clara falta sobre el arquero Juan Nogués y después de que a España le anularan dos goles lícitos. Tras ese partido, Mercet fue sancionado a perpetuidad y expulsado de la FIFA.
Los otros clasificados fueron Alemania, Austria y Checoslovaquia.
En las semifinales Italia le ganó a Austria (un equipo maravilloso) con un gol de Enrique Guaita con otra falta sobre el arquero. En la otra semi, Checoslovaquia superó a Alemania con tres goles de Oldrick Nejedly.
La final fue con Il Duce en el palco, con los jugadores italianos realizando el saludo fascista y con otro partido marcado por la violencia.
La final terminó 1-1 en los 90 minutos -Antonín Puč abrió la cuenta para los checos y el argentino nacionalizado italiano Raimundo Orsi lo empató- y finalmente los italianos lo ganaron en el alargue con un gol de Angelo Schiavio.
Y así Italia se proclamaba, por primera vez, campeona del mundo. Para beneplácito de Benito Mussolini y para la felicidad de las derechas que veían que con su poder podía alcanzar lo que se propusieran. Lo triste es que mundo, años después, padecería semejantes muestras de impunidad con la muerte de millones y millones de personas.
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