La actividad de los medios de comunicación no sólo puede sino que debe ser regulada por el Estado a través de políticas públicas respetuosas de los estándares internacionales. Las medidas estatales deben tener como finalidad el fomento del pluralismo y la diversidad de voces. Y tienen que garantizar condiciones de igualdad en el acceso al debate público. En esta línea, los Estados necesitan implementar políticas públicas destinadas a revertir las asimetrías existentes en el acceso al debate público. Su intervención se torna, por lo tanto, imprescindible para garantizar un reparto equitativo de los medios y reconocer la diversidad de las manifestaciones culturales.
En sus Indicadores de Desarrollo Mediático aprobados en 2008, la Unesco sostiene que para incrementar el pluralismo y la diversidad en un sistema de medios “las autoridades responsables de ejecutar las leyes antimonopolios cuentan con las atribuciones suficientes, por ejemplo, para negar las solicitudes de licencias y para exigir la desinversión en las operaciones mediáticas actuales, cuando la pluralidad esté comprometida o se alcancen niveles inaceptables en la concentración de la propiedad”.
La concentración de la propiedad de medios de comunicación, no absoluta pero sí tendencialmente, deviene en homogeneización de contenidos, marginación de voces disidentes a partir de alianzas comerciales y/o políticas, subsidios cruzados que canibalizan mercados, competencia desleal e incremento de las barreras de entrada para nuevos actores.
Los procesos de concentración de la propiedad, así como el análisis de las alianzas políticas y económicas y su impacto sobre los contenidos, definen un escenario en el que, una vez más, la intervención del Estado se vuelve imprescindible para garantizar el ejercicio del derecho a la comunicación, entendido como un derecho humano fundamental.
Por su parte, la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la OEA sostuvo, en su informe de 2009, que “esta reforma legislativa representa un importante avance respecto de la situación preexistente en Argentina. En efecto, bajo el marco normativo previo, la autoridad de aplicación era completamente dependiente del Poder Ejecutivo, no se establecían reglas claras, transparentes y equitativas para la asignación de las frecuencias ni se generaban condiciones suficientes para la existencia de una radiodifusión verdaderamente libre de presiones políticas”. Es decir que, en sintonía con los estándares internacionales en materia de libertad de expresión, la ley asegura previsibilidad y certeza jurídica para quienes poseen o adquieren una licencia.
Los tiempos cambian, las sociedades se complejizan y la sociedad argentina está evolucionando con los tiempos que corren. Es por eso que amplía sus derechos, entre ellos el de prensa o expresión, teniendo en cuenta tanto a los grandes grupos de medios como a los más chicos y a organizaciones intermedias y universidades.
Entonces, el 7 de diciembre próximo, el famoso 7D, la ley de Servicios de Comunicación Audiovisual se intentará aplicar en todos sus artículos, ya que desde su sanción, en octubre de 2009, diversas maniobras jurídicas por parte de distintos grupos económicos/mediáticos han impedido su aplicación. Recordemos que esta nueva ley reemplazó un decreto de la dictadura militar, de 1980 que, a su vez, había sufrido modificaciones (sobre todo entre 1989 y 2003) que empeoraron el original. Pero las expectativas abiertas con la nueva ley no se han cumplido aún.
Los ejes de esta ley
En nuestro país hay 5.000 licencias de servicios audiovisuales y el próximo 7 de diciembre (7D) todas ellas deberán adecuarse a la ley. A partir de la misma, más de 300 profesionales de cine y televisión están recorriendo el país para capacitar a productores, directores, técnicos y actores, y de este modo más de 3.000 personas convierten su vocación en un trabajo. La ley garantiza más trabajo, más libertad, más democracia y más diversidad.
En el plano estructural, la nueva ley establece que el 33 por ciento de las licencias de radio y televisión se destinen a organizaciones sin fines de lucro. Impone límites a la concentración de la propiedad, en particular a la propiedad cruzada. Exige cuotas de contenidos de producción propia a los licenciatarios. Dispone controles sociales y políticos de una amplitud inédita en la historia de la regulación de medios, incorporando a la oposición política y a fuerzas sociales al Directorio de la Autoridad Federal de Servicios de Comunicación Audiovisual y de los medios de gestión estatal.
Asimismo, requiere información de acceso público sobre la titularidad de las licencias y sobre la recepción de publicidad oficial por parte de los licenciatarios. Los usuarios del sistema de radio y televisión tendrían, según la ley, un defensor del Público.
Desde la sanción de la ley de Servicios de Comunicación Audiovisual hasta ahora, su concreción sólo es visible en la asignación de licencias a municipios, provincias y universidades (ello no significa que hayan comenzado a operar o que puedan hacerlo). También en concursos para radios de baja potencia en algunas provincias y, además, en la promoción de contenidos con criterio federal que son organizados por el Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (Incaa).
La ley no es perfecta. Elude, por ejemplo, cuestiones como la convergencia tecnológica y la viabilidad económica de un sistema en el que deberán convivir medios privados, comunitarios y públicos.
El contexto actual de transición de lo analógico a lo digital es propicio para impulsar cambios ya que la comunicación digital amplía los modos de comunicar: múltiples canales, nuevos dispositivos, lenguaje multimedia, etcétera. Por eso, el Estado tiene la responsabilidad de articular una ley que amplíe las capacidades/competencias y las oportunidades de los ciudadanos para expresarse y transformar su realidad.