Leaving Neverland es un documental televisivo producido por HBO y emitido en dos capítulos de dos horas de duración cada uno. Hay ciertos aspectos que, aunque algo contradictorios, hacen de este trabajo una experiencia incómoda y movilizadora. Aborda el caso de dos niños abusados por Michael Jackson en (o desde, ya que los abusos se sostienen a lo largo del tiempo) la década del 90. El foco se establece en ellos, –hoy ya adultos–, y en su entorno familiar, brindando testimonios, detallando los pormenores de una atrocidad de la que no hay más prueba que el mismo testimonio de las víctimas, la evocación de un horror que no acepta otra forma que la palabra cruda de quienes lo padecieron. Hablar entonces como quien hace carne una palabra insuficiente que nunca parece alcanzar para dibujar el contorno monstruoso de los victimarios. Revivir la experiencia desde una perspectiva adulta en la que la vulnerabilidad de la inocencia deja paso al reconocimiento de la diferencia irreductible entre victimas y victimarios, y entre amor y abuso. Allí el desafío fundamental de la propuesta: establecer la credibilidad de la palabra de las víctimas contra toda la maquinaria legal-judicial-espectacular de los victimarios, contra la eficacia de un dispositivo de poder que construye cotidianeidad desde un sentido común fraguado en la empatía de los oprimidos con sus verdugos. Y es que lo que también está en juego, en el horror esgrimido por el abuso infantil perpetrado por una megaestrella, es el tema de la idolatría, del poder del dios dinero, del obsceno mundo que ostentan las élites autoerigidas confundiéndose con formas aciagas del amor. La criminalidad del abuso infantil, aquí, no habla sólo de esas formas infames del desgarro de una vida, sino también de la decadencia de una civilización que no es capaz de lidiar con las monstruosidades que genera.
Experiencias atroces
Leaving Neverland se divide en dos partes bien demarcadas. En la primera, las víctimas y sus familiares dan cuenta del modo en que Michael Jackson se acercó a ellos. En un caso, el niño trabajó en un comercial de Pepsi junto a su ídolo; en el otro, el niño ganó un concurso de baile emulando a Jackson. De allí, del relato del modo en que el magnate de la industria discográfica los sedujo, tanto a los niños como a sus familias, con promesas espurias, se pasa al detalle de los abusos, sostenidos en ambos casos durante varios años. Allí un punto discutible de esta primera parte. La narración de los pormenores del abuso repetido, el modo en que meticulosamente las víctimas evocan mediante la palabra lo “indecible” de esas experiencias atroces. Ningún detalle parece quedar afuera. Ninguna caricia engañosa. Ninguna trampa revestida de camadería infantil o de amor romántico. Ningún gesto violador. Ninguna actividad sexual. Todo se cuenta en sus detalles más insoportables. Un adulto de 30 años llevando a su cama a niños de 7 y 11, adoctrinándolos en la mentira y el abuso, enseñándoles a ocultar y a mentir porque ningún otro adulto sería capaz de comprender la dimensión de esa barbarie que Michael Jackson llama amor, todo narrado desde una extraña distancia. Leaving Neverland se juega allí por entero, desarmando toda resistencia y declamando a gritos que si esto es lo que hay como prueba del abuso, nada será más efectivo que entregarlo todo y de ese modo descarnado. Ante la posibilidad de que la palabra de las víctimas caiga bajo el peso de la incredulidad y de la incomprensión, la única prueba irrefutable, parece plantear el documental, es esa evocación detallada de las violaciones que hace revivir en las víctimas el horror padecido. No es que esa estrategia sea plenamente discutible, pero bordea peligrosamente ciertos límites éticos al desplazar el impactante testimonio de las víctimas hacia el terreno de la espectacularización ciega de la palabra desnuda. A los cuerpos y las voces de las víctimas no se los deja del todo tranquilos. Las fascinaciones de la televisión parecen no poder con el sosiego de la palabra y del cuerpo, no pueden soportar el peso ingrávido de una proximidad desmalezada, hecha de lo que falta y de lo imposible de representar. Hecha de la verdad insoslayable del sufrimiento humano. Hay que sobrecargar, cortar, mover, agregar sin importar otra función que la dispersión de la inmediatez. En ese punto Leaving Neverland se contradice, apuesta por el testimonio, pero no lo soporta en su desnudez, lo desplaza y enfrenta incluso a las víctimas a un interlocutor fantasma para dejarlos más solos. Mientras cuentan, miran a un costado, ni a los espectadores, ni a nadie. No hay aquí otra posibilidad de evocar el horror que hacerlo al interior de una mirada inhumana que todo lo nivela en las miserias del espectáculo.
La omnipresencia del drone
Esa estrategia televisiva es lo que juega en contra de este potente y necesario alegato. Se confía en el testimonio, pero se lo evade en cierto modo. No sólo al dar testimonio las víctimas se dirigen a un interlocutor ausente, sino que incluso su palabra es intervenida por imágenes de Neverland y de otros sitios asociados a los hechos registrados desde un acercamiento cenital que no es ya la antigua mirada omnisciente de “Dios”, sino la peligrosa omnipresencia del drone. Así, sus relatos son asediados por una cámara que los atisba entre cortes y acercamientos innecesarios, jugando a una dinámica fría mientras hablan al vacío. Hay en todo eso un desplazamiento de la proximidad, de un decir en común que rechace de plano la estridencia espectacularizante del sufrimiento. Puede no ser así, pero Leaving Neverland exhorta a una calma y a una comunidad con las víctimas. Por una vez, esos cuerpos y su palabras deberían tener, aunque sea sólo en la imagen, la paz exigida por un sufrimiento.
Bajo la trampa del glamour
La segunda parte, tras el horroroso relato de los pormenores de los abusos, se focaliza en las experiencias familiares posteriores, y aquí Leaving Neverland despliega lo mas interesante, reflexivo y conmovedor de su propuesta. Aunque con la misma y discutible dinámica anterior, el problema se ramifica. Aquí entra el escándalo de la idolatría. La temible fuerza de la negación. La brutalidad del silenciamiento. La complicidad insospechada. Las trampas de una cierta idea del amor fraguada en el secreto y en la violencia que encubre. Los engaños de una camaradería criminal. La infancia en ruinas y la adultez como exilio existencial. La estructura familiar y la ética de la codicia. Todo lo horrible de una civilización decadente cabe en este hecho atroz, incluso esa pregunta que se torna insoslayable. ¿Es posible admirar la obra de un monstruo sin convertirse en cómplice? ¿Es éticamente aceptable disociar la figura atroz de quien ha desgarrado vidas del supuesto valor de sus creaciones? Llámense Woody Allen, Michael Jackson o tantos otros, ¿es tan fuerte la idolotría capitalista como para negar toda la vida dañada en función de las infames retribuciones del espectáculo? No puede ni debe serlo, dice Leaving Neverland, y nos enrostra el recuerdo de tanto sufrimiento acumulado bajo las trampas del glamour.