Gustavo Galuppo / Especial para El Ciudadano
“Hay maravillas aquí”, dice uno de los personajes fundamentales de The Terror en el último capítulo de la actual y primera temporada de la serie que lleva ese título, y esa línea tan simple puede verse como el centro de toda la historia en este relato que flirtea con varios géneros, pero basculando principalmente en torno a aquel declarado en el título: el terror.
El valor de esa línea es dado por todo lo que antecede y por el contexto mismo que enmarca esta epopeya histórica. Tal cosa es dicha, en condiciones extremas y ya terminales, por un colonizador inglés en medio del ártico. The Terror cuenta la historia de dos barcos ingleses (el Erebus y el The Terror) que, en 1845, se aventuraron al mar para encontrar y abrir un pasaje “comercial” hacia China a través del Ártico. Ambos barcos desaparecieron junto a toda su tripulación. Hace muy pocos años, se encontraron restos de los navíos y se hicieron especulaciones sobre los pormenores de la tragedia de la cual nadie salió con vida. Sobre el hecho, llenando vacíos que nunca se podrán comprobar de modo fehaciente, el estadounidense Dan Simmons escribió una novela; se trata de una elucubración libre y fantástica que imagina las minucias fantasmagóricas de aquellos días (tres años en realidad) de desesperación durante los cuales los dos barcos quedaron varados en un mar sólido de hielo en medio del ártico. Un espacio profundo y espectral, absolutamente desconocido y no menos claustrofóbico y aterrador, aunque abierto e inabarcable. Era otro mundo, cuyas maravillas eran tan incomprensibles como aterradoras. La situación de estos hombres se puede pensar como similar, aunque salvando distancias, a la de los (supuestos) primeros hombres en la luna. Se habían aventurado y sin retorno a otro mundo absolutamente desconocido y lejano, casi sin posibilidad de retorno. En este caso, literalmente sin posibilidad de regreso, sin atenuantes. Y nadie salió con vida de ese infierno.
Asfixiante inmensidad
La situación límite que narra la serie a lo largo de 10 capítulos queda clara desde el mismo comienzo. Los dos navíos que se lanzan a esa “aventura” de abrir un pasaje a través del Ártico quedan varados en un inmenso mar de hielo, tan sólido como la piedra más dura. Las imágenes son, allí, embriagadoras. Algo de la idea de lo sublime campea siempre. Ese horror, ese terror absoluto de la muerte inevitable (sabemos que todos van a morir) arraigada en un terreno inhóspito, se exhibe a través de unas imágenes tan espeluznantes como hermosas. Mucho blanco, mucha nieve, una inmensidad que asfixia. El territorio al que se enfrentan los viajeros es extraño, pero radicalmente desconocido. Tan desconocido como sería un siglo después el de la luna. El mismo desconocimiento y el mismo afán de dominio, en ambos casos. Similar belleza y similar temor. Pero en este caso, verdadero, nadie sobrevivió.
Bellezas y monstruosidades
El desarrollo del conflicto se basa en cuatro grandes peligros que debe enfrentar esta tripulación tras quedar varada en medio del hielo. El primero: la situación climática, el hielo que los rodea y sus extensiones inconmensurables, las bajísimas temperaturas que llegan a varias decenas bajo cero. Segundo: la salud deteriorada por la mala alimentación debida a la podredumbre de los alimentos y al plomo usado en los contenedores. Tercero: el malestar interno generado por el descontento general y las posibles traiciones y amotinamientos motivados por una oscuridad que va haciendo metástasis. Y cuarto: ese mundo desconocido al que se han adentrado; un mundo poblado por otros habitantes casi invisibles, regido por otras creencias, otros ritos, otras deidades, otras bellezas y otras monstruosidades; esquimales que son vistos y tomados como extrañas criaturas. Algunos son asesinados, pero una de ellas es tomada como cautiva, y bautizada “Lady Silence”. Estos esquimales, casi fantasmas que amenazan desde el comienzo una cierta estabilidad heroica de la “pandilla” marinera, son lo otro absoluto de la modernidad europea. Y aquí esa otredad está ligada no sólo a esos esquimales tomados por salvajes, sino también a una criatura monstruosa que acecha a la tripulación causando desastres y muertes atroces. Allí esa bestia, horror fundamental y eje de todo el relato, el “terror” mismo, termina sin embargo por convertirse en el símbolo de una amenaza que supone lo radicalmente desconocido para estos extraños, aventureros plebeyos o aristócratas que vienen de otro mundo a tomar todo el resto como propio.
Canibalismo colonialista
The Terror es, fundamentalmente, un relato atmosférico. La amenaza es ese clima que pesa como hierro sobre cada instante, sobre cada silencio, sobre cada acción mínima. Incluso las minucias de lo cotidiano de ese encierro, está revestido de un halo de misterio algo aterrador: la progresiva putrefacción en vida de los cuerpos debida a la intoxicación, la maldad que comienza a campear como signo de la desesperación, y la tragedia de ese clima que se sabe que no va a cambiar para liberarlos.
El relato perturba, absorbe a pesar de ciertas inconsistencias y de ciertas digresiones innecesarias (algunos flashbacks, por ejemplo).
Sin revelar hechos importantes de la historia se puede remarcar otra cosa sobre el final, otra línea del diálogo que se torna también reveladora: “dime lo que comes y te diré quién eres”. Y esto es dicho cuando, después de un par de años varados, los sobrevivientes insurrectos y traicioneros han comenzado a comerse entre sí, cuando han comenzado a comerse a los muertos o a los que incluso matan porque ya deben morir, porque ya son una carga y como tal cosa deben posibilitar la supervivencia del resto, de los sanos o de los vivos. Canibalismo colonialista que desconoce ya de todo límite en la apropiación. Apropiarse del otro es como comerlo, y este comerse al otro está a un paso de borrar todo límite consigo mismo, de comerse a sí mismo como si de otro se tratase. ¿Quién o qué es ese otro? ¿Dónde empieza y dónde termina el límite de esa proximidad? ¿Dónde se delimita incluso esa frontera con uno mismo? Todo se desdibuja en el impulso de ese afán soterrado pero latente del despliegue colonialista.
“Hay maravillas aquí”, decía alguien cerca del mismo destino, y lo triste de esa afirmación, de esa constatación tan sincera como problemática, es que sabemos que tras esas valentías, tras esos sacrificios y esas solidaridades, tras esas pujas y esas traiciones y tras esos deseos obstinados por sobrevivir, no había otra cosa más que la fuerza arrasadora del despliegue de un colonialismo caníbal que no hacía sino arrasar con todas las maravillas del mundo para convertirlas en un gran escaparate. Había maravillas allí, tal vez sólo era cuestión de poder verlas y reconocerlas. Pero para ese entonces ya es tarde, no sólo se han apropiado de lo Otro, sino también de ellos mismos: comerse al hermano es, allí, un confín traspasado del que no hay regreso. Por eso quizás nadie debe regresar.
Las manadas
En The Terror hay algo en la atmósfera, en todo ese blanco y en todo ese viento. En la claustrofobia que provoca un espacio que se presume infinito. Una tristeza. Una desesperanza. Un fatalismo que pone en perspectiva todo el supuesto heroísmo de estos hombres que no dejan de ser una “manada” sedienta de poder y de sangre. Y avalados, como muchas “manadas”, por una “historia” oficial que no es sino el elogio incesante de la conquista y de la sangre derramada.
Esta serie se presume como estructurada en función de temporadas autónomas que abordaran, cada una, distintos misterios históricos irresueltos. Esta primera, desde ya, cumple y promete. El desparejo pero siempre atendible Ridley Scott (Blade Runner; Alien el octavo pasajero) oficiando como productor, no deja de ser un signo de meticulosidad en la construcción de ciertos climas felizmente enrarecidos.