Elisa Bearzotti
Especial para El Ciudadano
La primavera nos engañó, nos mostró su rostro y luego, con picardía y timidez, se cubrió con el tardío velo del invierno, que reapareció con más crudeza que antes. Los árboles aún desnudos me indican que la llegada de las jornadas acariciadores y cálidas tendrá que esperar… Igual que el fin de la pandemia en nuestra región.
Hace unos meses nos ilusionamos con las cifras cautelosamente alentadoras que hablaban de una baja incidencia del nivel de contagios, con casos controlados y claramente identificados en el territorio rosarino. Con la avidez de los neófitos aprendimos el significado de nuevos términos: “trazabilidad”, índice Ro, y confiamos en nuestra capacidad para acatar las medidas de higiene aconsejadas, mantenernos alertas y permanecer alejados del virus. Pero hoy comprobamos con pesadumbre que la posibilidad de atravesar sin daños el fuego desatado por el covid-19 en la provincia de Santa Fe se evidencia tan huidiza como la primavera en agosto.
Recientemente, las autoridades debieron reconocer que en Rosario el tiempo de duplicación de casos bajó de 15 a 11 días, y el índice Ro subió a 1,5, es decir que cada infectado contagia a una persona y media. Hace rato que la ciudad entró en la categoría de sitios con circulación comunitaria y los sanitaristas temen por un colapso del sistema de Salud. Luego de largos meses de cuarentena nos sentimos agotados, y en estas condiciones debemos afrontar el peor escenario: aquel donde el registro diario incorpora, ahora sí, nombres de amigos, ex parejas, conocidos y familiares. La sensación de ahogo deja de ser una metáfora, el círculo se va cerrando, el virus ya roza nuestra piel.
Siempre que me encontré atravesando algún periodo de dificultad, en distintas circunstancias de mi vida, intenté penetrar “de lleno” en lo que la situación me proponía, sin dar vuelta la cara, ni desear que el dolor se desvanezca, sin hacer de cuenta “que no pasa nada”, ni distraerme, ni querer acelerar los tiempos. Entiendo que aprender a caminar sobre las brasas es la práctica vital de cualquier ser humano que haya superado el medio siglo, y si alguno aún no maneja el recurso es porque ha recorrido vanamente el camino de su existencia. A pesar de ello intento no apegarme al modo cínico de quien mira la vida desde el umbral de la experiencia, y pretendo dejarme sorprender por lo que cada día me propone: el brote nuevo en una maceta, las innumerables e insólitas propuestas de mis nietos, el aroma de alguna comida que disfruto, la caminata diaria por la senda arbolada de mi barrio. Por eso, en la vorágine de los tiempos malos, cuando la marea quiere llevarme hacia el fondo, llega un momento en que paro y me pregunto: ¿qué cosa estoy haciendo mal? ¿Qué nueva estrategia debo aprender? Creo que hoy, como comunidad, debemos hacernos la misma pregunta: ¿en qué nos estamos equivocando? ¿Qué necesitamos aprender en esta emergencia?
Desde el primer momento, en cualquier sitio del planeta, hemos visto la importancia de las conductas empáticas, y sentimos como claramente disruptivas las expresiones de supuestos líderes mundiales que, lejos de estimular las acciones colectivas, instaban a mantener en alto la bandera de las libertades individuales, continuando la línea del “sálvese quien pueda”, tan caro al pensamiento modernista de los últimos siglos. Sin embargo, hasta los más acérrimos defensores de la meritocracia occidental, han debido ponerse el barbijo y reconocer que también ellos podían infectarse.
Hoy, resulta claro que el único modo de hacer descender la curva de contagios, es apelar a la responsabilidad colectiva: nos cuidamos para no enfermarnos, nos cuidamos para no enfermar a otros. Más aún, invertir los términos de esta ecuación resulta todavía más inteligente y categórico: me cuido para no enfermar a otros y, de ese modo, no enfermarme.
En un mundo tan conectado como el que supimos diseñar, la interdependencia no sólo es la consecuencia lógica del modo en que nos relacionamos, sino el ambiente en el que se desarrollan todas nuestras acciones. Comprender esto puede cambiar por completo nuestro discernimiento, tanto en el modo de mirar la realidad como en la calidad de los vínculos que construimos. En la actualidad, literalmente, un estornudo en China significa gripe en Argentina, y no sólo eso: también la posibilidad de perder mi trabajo, mi casa, mis amigos, mis padres, de poner de cabeza, de un solo golpe y sin vuelta atrás, mi estilo de vida y destruir mis fortalezas. Por lo tanto, pensar en términos fraternos no sólo es una exigencia de los tiempos sino un inteligente modo de “habitar el mundo” para nosotros y nuestros descendientes.
Sin dudas, el mayor aprendizaje que nos dejará la pandemia es mirar a quien tenemos al lado no como un ente separado, sino como parte de mi propia experiencia vital. Ello no significa negar la individualidad que lo constituye, ni dejar de reconocer las diferencias que hacen del otro un ser peculiar y autónomo, sino más bien aprender a cobijar juntos la soledad, acompañar los miedos y derrotar las tristezas. La construcción de un mundo común, implica que el agobio de uno sea el trabajo de todos, y los gozos y triunfos, por fin, un patrimonio universal, como el agua que bebemos y el aire que respiramos.
Como ya he dicho en otras ocasiones, la experiencia nos demuestra que, lejos de ser una utopía, incorporar al otro a mi propio paisaje es el único modo posible de continuar recorriendo el camino de la sustentabilidad para la especie humana. No comprender la íntima relación que nos une como integrantes de una misma raza es condenarnos a la derrota, a un presente exiguo y desolado, y a un futuro sin abrazos, sin motivos ni esperanza… un descenso a los infiernos tan temidos, sin necesidad de ulteriores amenazas.