Especial para El Ciudadano
Plantear la posibilidad de un balance de las series estrenadas durante el año 2021 o, así mismo, postular una suerte de listado (de esos que abundan en cada fin de año) con las supuestas mejores producciones del período señalado resulta, en principio e incuestionablemente, una tarea imposible. El enorme volumen de estrenos anuales desperdigados entre todas las plataformas existentes, sumado al extenso tiempo de visionado requerido por cada serie, supone una extrema parcialidad en la mirada, restringida siempre a un pequeño cúmulo poco significativo de una totalidad inaccesible, y recortado arbitrariamente por los gustos personales, la lógica del “algoritmo” y sus sugerencias, y la visibilización aplastante de algunos títulos que desplazan a la periferia a muchas otras producciones quizás atendibles.
Capitalismo de plataforma
Esta inabarcable oferta, liderada abiertamente por Netflix, Disney y Amazon, pero diseminada también entre otras numerosas plataformas, entre las que emerge, con propuestas algo más sofisticadas, Apple TV+, no es sino el resultado de la intensificación pandémica de un proceso que viene dándose desde hace años pero que, en el desastre sanitario global de los dos últimos, aceleró ferozmente su despliegue dejando a su paso un terreno cada vez más inestable y un horizonte cada vez más difuso.
Tal proceso, que comenzaría a fines de los noventa, regula corporativamente la intensificación de ciertas formas de consumo virtual encapsulado, y la concentración radical del mercado a través de lo que podría llamarse “capitalismo de plataforma” (Nick Srnicek en el libro homónimo). Quizás allí, en esta “plataformización” (valga el neologismo) de la experiencia cotidiana que iguala toda acción en un mismo “click” (comprar, concertar un encuentro, trazar un recorrido óptimo, saber del clima, elegir y ver una película o una serie, y un largo etc.), se encuentre finalmente la herramienta más eficaz de la globalización neoliberal actual: la “sincronización planetaria del pensamiento” en un cotidiano asistido por la hiper-racionalización tecnológica.
Sincronización global del pensamiento y satisfacción inmediata del deseo
En medio de estos vertiginosos cambios, claro, el universo audiovisual (cine, series, youtube, y todo el resto) no sólo no permanece ajeno, sino que incluso constituye uno de los campos de batalla excepcionales; la guerra, en cierto sentido, se da en el campo de las imágenes y de los discursos que construyen su marco de inteligibilidad. Los modos de ver han cambiado, es innegable e irreversible. Si el futuro del cine como lo conocíamos (con sus salas y sus rituales comunitarios) ya es incierto, el de la “antigua” TV ya está sellado.
La instantaneidad, el vértigo, el estímulo inmediato, la actualización y la obsolescencia, son las marcas que vienen definiendo una idea ultramoderna de mundo, y con ella, el modo de ser representada. Allí, la sincronización global del pensamiento y la satisfacción inmediata del deseo, podría pensarse, son los factores clave que atentan contra la posibilidad de pensar cada presente en su relación vivencial con la(s) Historia(s) y con otros futuros posibles por pensables. Las plataformas de streaming, con sus diversas funciones, como todo aparato, no responden a necesidades vitales y a la dignidad del “vivir”, pero sí, claro está, construyen subjetividades (¿cuáles son esas que se construirán en la lógica de la inmediatez y la obsolescencia, del presente inmediato sin experiencia y sin historia?).
Una perspectiva crítica para devolverle a las imágenes su potencia de transformación
Ahora bien, ¿que tendrían que ver estas parciales especulaciones desatinadas con la idea de un balance imposible de las series estrenadas en 2021? En cierta medida, poco, pero de igual modo no puede pensarse el fenómeno de las series, hoy principalmente, sólo y estrictamente en los términos de “lo mejor del año”. Algo, allí, se nos escaparía. Y eso que se nos escapa, en ese caso, ante tal desproblematización (y despolitización) dada en el “ranking” (o la estadística), es la posibilidad de resistir ante la ferocidad desmedida de lo que, brutalmente, arrasa con todo (fundamentalmente, el pasado y el porvenir).
Antes de plantear arbitrariamente lo mejor o lo peor del año, lo cual, a fin de cuentas, es en cierto modo gratificante pero secundario, deberíamos plantearnos si esta lógica de las plataformas que nos arrastra hacia quien sabe dónde es lo que realmente queremos para el mundo, y si, desde allí, hay modos de resistir o de reinventar. No se trata, por cierto, de dejar de disfrutar de lo que nos sensibiliza o moviliza, sea esto lo que sea, sino de no dejar, nunca, de situarnos en una perspectiva crítica capaz de devolverle a las imágenes su potencia de transformación, porque sin eso, la batalla (sino la guerra, que la hay) está perdida.
Sin otro orden que la contingencia de la memoria
¿Implica entonces todo esto que nada hay para rescatar del 2021? No, de ningún modo. Si bien la uniformización de la producción audiovisual de plataforma se hace sentir con una fuerza avasallante (lejos están ya los tiempos de Mad Men, Breaking Bad o The Leftovers), lógicamente siguen asombrando, en mayor o menor medida, algunas propuestas singulares y rigurosas.
Sin otro orden más que la contingencia de la memoria, cabe recordar la formidable Exterminad a los salvajes (HBO), de Raoul Peck; la poética y cautivante El Ferrocarril Subterráneo (Amazon) de Barry Jenkins, o la despareja Small Axe (Amazon, BBC), de Steve Mc Queen (que contiene, en su extraño interior, una de las mejores “películas” del año, “Lover’s Rock”).
También las buenas y diferentes propuestas de terror como Chappelwaite (Epix) y Brand New Cherry Flavor (Netflix), el áspero relato de marineros The North Water (AMC), y las coreanas Rumbo al infierno (Netflix) y Dr.Brain (Apple TV+). También la menos difundida serie israelí, pero curiosa en su irreverente juego con los códigos del thriller erótico de los 90, Losing Alice (Apple TV+) de la directora Sigal Awin. Y claro, sin olvidar la más jugada de todas estas propuestas, Calls (Apple TV+), imperdible experiencia que se corre de toda norma.
Hay victorias aun en el peor de los mundos
¿Hacemos entonces y finalmente un ranking? Diría que no, que sin orden ni jerarquías caprichosas, sería mejor arriesgarse, pensar en lo que las imágenes hacen con el mundo, y buscar y valorar esas experiencias aisladas pero intensas, singulares y transformadoras, que nos interrogan cara a cara y que aún suceden, en las series y en el cine, a pesar del desastre de la irresponsabilidad empresarial globalizada.
Porque esas, diría Alain Badiou, son pequeñas victorias. Muy pequeñitas, sí, claro, pero victorias al fin, que nos dicen que ni la más terrible de las realidades es capaz de detener al pensamiento (y a la imaginación). Por eso, tal vez, aún podemos amar el cine o las series, porque son capaces de mostrarnos, aunque muy raramente, que aún hay victorias, incluso en el peor de los mundos.