El 12 de febrero de 1984 moría en París uno de los grandes escritores argentinos de todos los tiempos. Mejor cuentista que novelista o poeta, Julio Cortázar se despedía del mundo de los vivos acorazado por innumerables lectores de todo el mundo, revolucionarios internacionales y músicos de jazz que habían idolatrado El perseguidor. Sus discos y sus libros, que los tenía a montones, fueron los aposentos ideales para el merodeo de sus gatos. No pocas fotos lo muestran junto a “Franela”, su gata mimosa a la que el solía tocarle la trompeta y a la que cuidaban como a una hija con Carol Dunlop, su última mujer con la que escribió Los autonautas de la cosmopista. Su primera mujer, la traductora y poeta Aurora Bernárdez, sería su albacea y se haría cargo de la reedición de su obra.
Cortázar nació en Bruselas y de muy niño regresó con su familia a Argentina, que se estableció en Mendoza. Luego, tras la separación de sus padres, se mudó a Banfield, en el conourbano bonaerense. Sus lecturas iniciales tuvieron que ver con Daniel Defoe, Walter Scott, Julio Verne y Víctor Hugo y un norteamericano del que se volvería fanático y al cual le debe una innegable influencia para el matiz fantástico que traslucen en sus cuentos: Edgard Allan Poe, de quien luego traduciría sus cuentos completos en una de las mejores ediciones en castellano de que se tenga memoria.
La partida
Cortázar se fue muy temprano a Europa, en 1951. Antiperonista declarado, no había podido publicar en el país su novela El examen, que ponía el acento en las características de un gobierno popular que asemejaba a un fascismo vernáculo. Ya su relato Casa tomada también mencionaba aquello que el autor abominaba del peronismo, incluyendo las conductas del mismo líder y de la misma Evita, que él juzgaba equivocadas. El relato tuvo una primera publicación por parte de Borges, quien profesaba ideas similares, e incluso más encono, a las de Cortázar.
Más tarde, el cuento integraría el libro de relatos Bestiario. Se trató de un autoexilio que duró toda su vida y que sólo lo devolvió unos pocos días durante el principio de los años 70, y luego a la vuelta de la democracia, durante el gobierno de Alfonsín cuando ya su enfermedad estaba avanzada. París, claro, estaría presente en varios de sus relatos, así como su querida Buenos Aires, y en algunos crea una conexión secreta entre ambas capitales cosmopolitas. Es en el cuento El otro cielo, donde enlaza la galería Vivienne, de la Ciudad Luz, con el Pasaje Güemes, una peatonal que cruza entre Florida y San Martín, en pleno centro porteño. Después, toda Latinoamérica sería su escenario cuando tomó partido por las causas revolucionarias que luchaban contra las dictaduras impuestas por Estados Unidos. Aun en los escritos como activista y ensayista, su imaginación hacía más palpable cualquier realidad.
Movido por el jazz
Algo que le costaba el sueño a Cortázar era la música de jazz. Trompetista aficionado, moría por el be bop y confesaba que Charlie Parker y John Coltrane eran su música de fondo cuando escribía. De hecho, El perseguidor, alabado como uno de los mejores relatos sobre un músico y su universo, se convirtió también en uno de los favoritos de los mismos músicos de jazz de todo el mundo a medida que se iba traduciendo. Mientras crecía en Buenos Aires cultivó amistades entre músicos incipientes que luego tendrían gran predicamento como el contrabajista Jorge López Ruiz, toda una eminencia en su instrumento. Mucho más acá en el tiempo, el músico lo homenajeó en más de una oportunidad a través de un repertorio que “a Julio le hubiera encantado”, como dijo en aquella oportunidad.
“Julio era un amateur. No entendía demasiado de jazz, le gustaba la idea de libertad e improvisación. Es uno de los literatos más importantes del siglo XX. Eso lo sabía hacer, y cómo”, remarcó también Ruiz. Y en ese sentido no se equivocaba, Cortázar podía conducir a terrenos incógnitos con su escritura a partir de una suerte de improvisación sobre la temática que estuviera tratando y sin apartarse ni un ápice de la lógica que la estructuraba. Bach y Bela Bartok también hacían las delicias en su altillo parisino, en un edificio sin ascensor y lleno de gatos que se colaban por su ventana al cielo.
Cortázar en el ring
Siendo muy pequeño Cortázar escuchó por radio la pelea entre el boxeador argentino Luis Ángel Firpo y el estadounidense Jack Dempsey. Ya un poco más grande, comenzó a frecuentar el Luna Park y vio pelear a los mejores pugilistas de esa época. El relato Torito, de su libro Final del juego (1956) tiene al boxeador Justo Suárez como protagonista y el cuento fue dedicado al profesor de Pedagogía del colegio Mariano Acosta, Jacinto Cúcaro, quien durante sus clases solía contar los pormenores de las peleas de aquel aguerrido peleador al que llamaban “Torito de Mataderos”. El box fue una de sus grandes pasiones y a veces atravesaba París para ver una pelea de amateurs. Al otro lado del mar no se privó de seguir las trayectorias de Carlos Monzón y Nicolino Locche.
Gigante de la ensoñación
Dueño de una imaginación portentosa, el género fantástico fue el que mejor contuvo el estilo preciso y sorpresivo de sus cuentos maravillosos. Los que contienen Bestiario (1951), Final del juego (1956), Todos los fuegos el fuego (1966), Alguien que anda por allí (1977) entre los más reconocidos, leídos y donde se encuentran relatos fabulosos como La noche boca arriba, Continuidad de los parques, los mencionados Casa tomada, El otro cielo y El perseguidor, La autopista del sur, Final del juego. También, claro, Cortázar escribió una novela que atraviesa el tiempo y es hoy un clásico de la literatura universal: la lúdica, histriónica y portentosa Rayuela, donde la Maga, una de sus protagonistas, inventa un idioma propio. Como bien puede decirse del propio autor –alguien que influenciaría a vastas generaciones de escritores–, a quien es posible reconocer su estilo en apenas una frase y que cualquier parecido alcanza ahora el estatus de “cortazariano”.