“Hasta que te das cuenta de que tenés un arma: la máquina de escribir. Según cómo la manejás, es un abanico o es una pistola, y podés utilizarla para producir resultados tangibles, y no me refiero a los resultados espectaculares, pero con la máquina de escribir y un papel podés mover a la gente en grado incalculable. No tengo la menor duda”.
La cita es del escritor, periodista y militante Rodolfo Walsh, quien 42 años atrás disparó por última vez con su máquina de escribir. Ético, comprometido y valiente, apuntó con su arma nada menos que al monstruo grande que pisaba fuerte en la Argentina de los años de plomo.
Aquel jueves 24 de marzo de 1977 la Junta Militar encabezada por Jorge Rafael Videla, Emilio Eduardo Massera y Orlando Ramón Agosti cumplía su primer año usurpando el poder en la Argentina al frente del autodenominado Proceso de Reorganización Nacional. No había nada para festejar. El país se había sumergido en una larga noche donde dominaba la tortura y reinaba la muerte.
Walsh escribió entonces su Carta Abierta a la Junta Militar, para denunciar los salvajes crímenes de la dictadura. “La censura de prensa, la persecución a intelectuales, el allanamiento de mi casa en el Tigre, el asesinato de amigos queridos y la pérdida de una hija que murió combatiéndolos, son algunos de los hechos que me obligan a esta forma de expresión clandestina después de haber opinado libremente como escritor y periodista durante casi treinta años”, comenzó Walsh su Carta Abierta. En ella, al decir de Osvaldo Bayer, “lo previó todo, denunció todo, dijo todo; en tierra y de frente”.
“Quince mil desaparecidos, diez mil presos, cuatro mil muertos, decenas de miles de desterrados son la cifra desnuda de ese terror. Colmadas las cárceles ordinarias, crearon ustedes en las principales guarniciones del país virtuales campos de concentración donde no entra ningún juez, abogado, periodista, observador internacional”, detalló Walsh, y pasó a enumerar a lo largo de varias carillas todo aquello que no se leía en los diarios, no se escuchaba en las radios ni se veía en la televisión.
“Sin esperanza de ser escuchado, con la certeza de ser perseguido, pero fiel al compromiso que asumí hace mucho tiempo de dar testimonio en momentos difíciles”, remató Walsh y estampó su firma.
Al día siguiente de distribuir su Carta Abierta, Walsh pasó a engrosar la lista de desaparecidos por el terrorismo de Estado. Después se supo que murió luchando en pro de su utopía, asesinado por un grupo de tareas de la Escuela de Mecánica de la Armada (Esma) con el cual se enfrentó en el barrio porteño de San Cristóbal.
A los 50 años de edad le tocó enfrentar a los cruzados de capucha y picana que jamás le perdonaron su palabra y su ética, su intelectualidad comprometida y rebelde. Lo que los represores ignoraban es que esa batalla –como otras– la tenían perdida de antemano, porque a Rodolfo Walsh podían matarlo pero ya no podrían callarlo.
El adiós a Vicky, la hija que murió combatiendo
Al igual que para muchos argentinos, 1976 fue el año más trágico para Rodolfo Walsh. El 29 de setiembre, su hija María Victoria, militante montonera, murió en un enfrentamiento con militares. A modo de despedida, Walsh escribió:
“Querida Vicky. La noticia de tu muerte me llegó hoy a las tres de la tarde. Estábamos en reunión… cuando empezaron a transmitir el comunicado. Escuché tu nombre, mal pronunciado, y tardé un segundo asimilarlo. Maquinalmente empecé a santiguarme como cuando era chico. No terminé ese gesto. El mundo estuvo parado ese segundo. Después les dije a Mariana y a Pablo: «Era mi hija». Suspendí la reunión”.
“Estoy aturdido. Muchas veces lo temía. Pensaba que era excesiva suerte, no ser golpeado, cuando tantos otros son golpeados. Sí, tuve miedo por vos, como vos tuviste miedo por mí, aunque no lo decíamos. Ahora el miedo es aflicción. Sé muy bien por qué cosas has vivido, combatido. Estoy orgulloso de esas cosas. Me quisiste, te quise. El día que te mataron cumpliste 26 años. Los últimos fueron muy duros para vos. Me gustaría verte sonreír una vez más”.
“No podré despedirme, vos sabés por qué. Nosotros morimos perseguidos, en la oscuridad. El verdadero cementerio es la memoria. Ahí te guardo, te acuno, te celebro y quizá te envidio, querida mía. Hablé con tu mamá. Está orgullosa en su dolor, segura de haber entendido tu corta, dura, maravillosa vida. Anoche tuve una pesadilla torrencial, en la que había una columna de fuego, poderosa pero contenida en sus límites, que brotaba de alguna profundidad. Hoy en el tren un hombre decía: «Sufro mucho. Quisiera acostarme a dormir y despertarme dentro de un año». Hablaba por él, pero también por mí”.
El autor de Operación masacre, según él mismo (*)
Me llaman Rodolfo Walsh. Cuando chico, ese nombre no terminaba de convencerme: pensaba que no me serviría, por ejemplo, para ser presidente de la República. Mucho después descubrí que podía pronunciarse como dos yambos aliterados (Rodól Fowólsh), y eso me gustó.
Nací en Choele-Choel, que quiere decir “corazón de palo”. Me ha sido reprochado por varias mujeres.
Mi vocación se despertó tempranamente: a los ocho años decidí ser aviador. Por una de esas confusiones, el que la cumplió fue mi hermano. Supongo que a partir de ahí me quedé sin vocación y tuve muchos oficios. El más espectacular: limpiador de ventanas; el más humillante: lavacopas; el más burgués: comerciante de antigüedades; el más secreto: criptógrafo en Cuba. Mi padre era mayordomo de estancia, un transculturado al que los peones mestizos de Río Negro llamaban Huelche. Tuvo tercer grado, pero sabía bolear avestruces y dejar el molde en la cancha de bochas. Su coraje físico sigue pareciéndome casi mitológico. Hablaba con los caballos. Uno lo mató, en 1947, y otro nos dejó como única herencia. Éste se llamaba “Mar Negro”, y marcaba dieciséis segundos en los trescientos: mucho caballo para ese campo. Pero ésta ya era zona de la desgracia, provincia de Buenos Aires.
Tengo una hermana monja y dos hijas laicas. Mi madre vivió en medio de cosas que no amaba: el campo, la pobreza. En su implacable resistencia resultó más valerosa, y durable, que mi padre. El mayor disgusto que le causo es no haber terminado mi profesorado en letras.
Mis primeros esfuerzos literarios fueron satíricos, cuartetas alusivas a maestros y celadores de sexto grado. Cuando a los diecisiete años dejé el Nacional y entré en una oficina, la inspiración seguía viva, pero había perfeccionado el método: ahora armaba sigilosos acrósticos.
La idea más perturbadora de mi adolescencia fue ese chiste idiota de Rilke: Si usted piensa que puede vivir sin escribir, no debe escribir. Mi noviazgo con una muchacha que escribía incomparablemente mejor que yo me redujo a silencio durante cinco años.
Mi primer libro fueron tres novelas cortas en el género policial, del que hoy abomino. Lo hice en un mes, sin pensar en la literatura, aunque sí en la diversión y el dinero. Me callé durante cuatro años más, porque no me consideraba a la altura de nadie.
Operación masacre cambió mi vida. Haciéndola, comprendí que, además de mis perplejidades íntimas, existía un amenazante mundo exterior. Me fui a Cuba, asistí al nacimiento de un orden nuevo, contradictorio, a veces épico, a veces fastidioso. Volví, completé un nuevo silencio de seis años.
En 1964 decidí que de todos mis oficios terrestres, el violento oficio de escritor era el que más me convenía. Pero no veo en eso una determinación mística. En realidad, he sido traído y llevado por los tiempos; podría haber sido cualquier cosa, aun ahora hay momentos en que me siento disponible para cualquier aventura, para empezar de nuevo, como tantas veces.
En la hipótesis de seguir escribiendo, lo que más necesito es una cuota generosa de tiempo. Soy lento, he tardado quince años en pasar del mero nacionalismo a la izquierda; lustros en aprender a armar un cuento, a sentir la respiración de un texto; sé que me falta mucho para poder decir instantáneamente lo que quiero, en su forma óptima; pienso que la literatura es, entre otras cosas, un avance laborioso a través de la propia estupidez.
(*) Del libro Rodolfo Walsh. Ese hombre y otros escritos personales, edición a cargo de Daniel Link, Seix Barral, 1996. El texto acompañaba, originalmente, al cuento “La máquina del bien y del mal”, incluido en la recopilación Los diez mandamientos, Buenos Aires, Jorge Álvarez, 1966.
La Carta Abierta leída por Alfredo Alcón
En el siguiente link se puede escuchar completa la Carta Abierta a la Junta Militar de Rodolfo Walsh, leída por el inolvidable actor Alfredo Alcón, en una producción del periodista Jorge “Lobo” Nardone para su programa radial “Periodismo a fuego lento”, que se emite los domingos de 10 a 13 por Radio Epidemia Nacional y Popular:
https://www.youtube.com/watch?v=4dDHdDOAFDY
(Canción: Fogata del aparecido, de Armando Tejada Gómez. Ilustración: El Tomy)