Elisabeth Mohle
Mendoza vivió una Navidad convulsionada. La iniciativa del gobierno provincial de reformar la legislación para permitir la megaminería (1) había recibido un fuerte impulso del gobierno nacional, convencido de la necesidad de aumentar la actividad para la generación de divisas. El presidente había declarado en el almuerzo de fin de año de la Asociación Empresaria Argentina que “en Mendoza logramos que salga una ley para que se involucre en la explotación minera”.
Efectivamente, el 20 de diciembre la Legislatura mendocina aprobó la modificación de la ley 7.722, que, a través de la eliminación de la prohibición de sustancias como el cianuro, habilitaba el desarrollo de la minería a cielo abierto en la provincia.
Con lo que nadie contó fue la repentina, ubicua, masiva e ininterrumpida movilización de los mendocinos en contra de esta modificación. Nadie que no hubiera seguido la historia reciente y el proceso de sanción original de la ley 7.722.
El agua en Mendoza es crónicamente escasa, el funcionamiento de todas las actividades económicas y domésticas exige una gestión integral que considere al agua como recurso único y limitado, que la preserve de la contaminación y asegure su disponibilidad. Esta realidad impacta directamente sobre la conciencia acerca de la importancia del agua que tiene su pueblo.
Así es que, cuando a principios de los años dos mil, en pleno auge de la megaminería, se la quiso llevar también a Mendoza, la ciudadanía alertada se informó, organizó y manifestó en contra de esta actividad, que entendía ponía en serio riesgo la disponibilidad del agua. Luego de años de movilización, militancia y trabajo, en 2007 lograron la sanción de la ley 7.722 para proteger el recurso hídrico de la contaminación con sustancias tóxicas. Es decir que es una ley que sale de las entrañas mismas de la población mendocina.
A partir de su publicación, el sector empresarial y algunas áreas de gobierno la intentaron derogar, modificar o vetar con diversas estrategias, incluso demandando su inconstitucionalidad. La validez de la ley fue ratificada en 2015 por la Corte Suprema de Justicia de Mendoza. De esta forma, para los mendocinos la ley siempre estuvo en riesgo, por eso nunca se abandonó el alerta y la sociedad estuvo lista para volver a la calle en cuanto se supo de este nuevo intento de modificación por la vía legislativa.
De las múltiples marchas que se dieron en la semana de Navidad no participaron sólo las Asambleas por el Agua, los sujetos históricamente movilizados, sino que se sumaron agricultores, pescadores, viñateros, docentes, estudiantes, científicos y familias. Una sociedad entera que exigió que una ley con historia y legitimidad social no sea modificada en una sesión exprés, con la Legislatura vallada y sin participación popular.
Aunque, gracias al acuerdo UCR-PJ la ley se aprobó con amplia mayoría en ambas Cámaras, a los siete días el gobernador anunció que impulsaría su derogación.
La presión social en la provincia, sumada a posicionamientos de sectores científicos, referentes del Frente de Todos, organizaciones ambientalistas y una manifestación en la puerta del Ministerio de Producción terminaron volteando una ley que dejó en offside a toda la dirigencia.
En Mendoza el debate vuelve a estar saldado pero, ¿qué nos dice este suceso sobre cómo pensar nuestro desarrollo?
Los especialistas explican que la economía argentina de hoy no funciona sin soja, petróleo y minería. Pero sabemos también que la forma actual de explotar estos recursos tiene un impacto negativo desproporcionado sobre las comunidades que habitan en las cercanías de las explotaciones y los campos.
Esto es Argentina, tarde o temprano la sociedad se opone a aquello que entiende que la perjudica. Y, como la democracia es una de nuestras mayores fortalezas, suele terminar ganando. El mejor ejemplo es el pueblo de Famatina, cuyos menos de 6 mil habitantes, con sólo poner el cuerpo en la ruta durante años, evitaron la instalación de cuatro empresas mineras diferentes.
Las razones de la oposición a la megaminería son el miedo a la afectación del agua, la tierra, la economía regional y los modos de vida tradicionales, las actitudes poco democráticas y transparentes de políticos y empresarios, la escasa confianza en las capacidades de control de los Estados provinciales, los conocidos derrames de Barrick y Alumbrera y el nulo desarrollo de las localidades cercanas a las grandes minas.
En nuestro país las provincias son soberanas sobre sus recursos naturales. Si una sociedad como la mendocina decide no permitir la extracción de sus minerales por el riesgo de afectar la disponibilidad de agua, está en su derecho. Y si un gobierno pretende reabrir esa discusión, debe hacerlo reconociendo la validez de la preocupación ciudadana y dándole respuesta. El modo en que se hizo en Mendoza sólo radicaliza la oposición, inhibe matizar cualquier debate y aumenta la desconfianza en la política y las instituciones.
¿Qué debemos hacer entonces? Partimos de la base de que toda actividad humana impacta sobre el ambiente, pero se espera que los beneficios sociales siempre sean mayores que los costos, no sólo en términos económicos sino contabilizando todas las externalidades, tales como la afectación a la salud, a los cursos de agua, los glaciares, el cambio climático. Por su escala y sus características particulares, la megaminería tiene un impacto desmesurado, por lo que los ambientalistas, invocando el derecho al ambiente sano (artículo 41 de la Constitución Nacional) y el principio precautorio(2), exigen que la tecnología directamente no se implemente.
Mientras la controversia continúa hay mucho en lo que trabajar, tanto para mejorar las explotaciones en curso como para que las potenciales minas futuras reduzcan sus impactos negativos, y para marcar una dirección clara hacia un desarrollo ambientalmente sustentable.
La legislación ambiental argentina es de avanzada, en muchos casos sólo implementar la normativa rigurosamente significaría un gran paso en pos de la calidad ambiental y la participación ciudadana. En ese sentido, asegurar la independencia, el presupuesto y la capacidad de las agencias gubernamentales dedicadas al control ambiental resulta fundamental. A su vez, es necesario contar con estadísticas públicas fiables sobre calidad y uso del agua, energía, salud, regalías y empleo para poder evaluar cabalmente el impacto de la minería sobre el desarrollo local y nacional. En definitiva, aumentar la capacidad y legitimidad del Estado para controlar la actividad.
Por otro lado, la adecuación normativa de promoción minera de los años 90, la prácticamente nula agregación de valor en origen y la tasa de regalías y retenciones son cuestiones para revisar en función del aporte del sector a la economía argentina.
En estos tiempos que combinan la urgencia de reducir la pobreza, encaminar la economía y actuar firmemente ante la crisis ambiental, la explotación de nuestros recursos naturales debe considerar la dimensión ambiental, el consenso social y dar señales concretas de la transición hacia el desarrollo sustentable e inclusivo.
Licenciada en Ciencias Ambientales. Magíster en Políticas Públicas.
(1) Megaminería: la principal característica de este tipo de minería es la escala de explotación que obedece al progresivo agotamiento a nivel mundial de los metales en vetas de alta ley. Al disminuir la concentración del mineral contenido en las rocas, la explotación tradicional mediante socavones deja de ser rentable y aparece la explotación a cielo abierto a gran escala, que consume grandes cantidades de agua y energía. Mediante la utilización de explosivos se remueven grandes volúmenes de roca, de allí se extrae el material con técnicas de lixiviación o flotación con sustancias como cianuro y ácido sulfúrico, que generan diferentes reacciones químicas con cada metal y así permiten separarlos. Los residuos que se generan se almacenan en diques de cola que generalmente tienen un alto riesgo de deterioro o derrame y pueden acabar contaminando los cursos de agua superficial y subterránea.
(2) Principio precautorio: cuando haya peligro de daño grave o irreversible la ausencia de información o certeza científica no deberá utilizarse como razón para postergar la adopción de medidas eficaces, en función de los costos, para impedir la degradación del medio ambiente (ley General del Ambiente, N° 25.675, 2002).