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Lecturas. Lo artístico en las redes sociales

Planteando un giro desde la estética hacia la poética como modo de producción, “Volverse público” indaga en el sujeto entendido como representación artística circulando en un espacio público de intercambio ya privatizado en Google, Facebook y Twiter.

ENSAYO
Volverse público
Boris Groys
Traducción: Paola Cortes Rocca
Caja Negra editora / 208 páginas

En Volverse público, el filósofo Boris Groys, cuya obra versa principalmente sobre el arte de vanguardias y las tecnologías  de la comunicación, plantea un giro drástico con respecto al pensamiento del campo del arte en la contemporaneidad; un giro desde la estética hacia la poética, pero entendida esta última como momento de producción de arte. Producción y visibilización en las intrincadas circunvalaciones del universo virtual; el “hacer” y ya no el “contemplar”.
El punto de partida para el desvío podría establecerse entre dos coordenadas inéditas que quedan planteadas radicalmente desde el comienzo: las nuevas relaciones cuantitativas (de inversión o redistribución) entre los roles de productor/espectador (todos producimos y ponemos a circular “arte contemporáneo”), y la universalización del autodiseño: la proliferación del diseño de la imagen de un “Yo” concebido ya como un avatar del “sí mismo”. El nacimiento tal vez de un nuevo sujeto que se piensa desde el diseño de su propia imagen construida para el otro, hacia el exterior, pero hacia un exterior que ya no es el mundo concreto de nuestra experiencia, sino la misma existencia débil en la dispersión del terreno virtual.
Ese sujeto contemporáneo (un más allá del Sujeto moderno de Michel Foucault, aquel sujeto constituido por las coacciones del Estado) es entendido en este contexto como representación artística puesta a circular en un entorno en el que el espacio público del intercambio ha sido ya privatizado (las redes, Google, Facebook, Twiter, etc.) convirtiendo al mismo operador en la mercancía circulante. Entonces, ¿cómo pensar la producción artística allí donde el campo artístico se diluye inevitablemente en la globalización de la representación y donde la posibilidad de la contemplación desinteresada del espectador desaparece bajo los trazos claramente interesados del diseño generalizado y del autodiseño? De ningún modo desde la estética, plantea Groys. La estética como discurso filosófico sobre el arte es una cuestión del siglo XVIII, abierta y casi cerrada en Imanuel Kant. Lo bello y lo sublime. La contemplación desinteresada. El estar frente al arte como una educación estética para contemplar la naturaleza. En este contexto ya no cabe la actitud desinteresada de aquel sujeto kantiano. Ese sujeto contemplativo constituido en la experiencia de la subjetividad y esos discursos sobre el arte pertenecen, según Boris Groys, a una coyuntura en la que los artistas eran minoritarios,  y cuyas intenciones no estaban en discusión. Creaban para los poderes monárquicos o religiosos, en función de sus intereses, representando y justificando la legitimidad de sus derechos ancestrales a ejercer el poder. Entonces ese acto creativo no requiere explicación ni fundamento, se encuentra expuesto en su mismo germen, en su misma función, pero lo que allí sí exige una justificación es el acto espectarorial, el consumo de arte, diferenciado además de la producción en una distancia cuantitativa evidente. ¿Qué posibilidad de juicio puedo aplicar en la experiencia estética? ¿Qué señala o distingue a este objeto de otros objetos como algo bello? Allí, entonces, la constitución necesaria de los discursos de la estética inaugurados por Kant en su Crítica del juicio. Se hace necesario, en esa coyuntura, hablar del arte desde la recepción, desde el consumidor que necesita justificar el reemplazo del placer contemplativo de la naturaleza por el de una creación sujeta a sistemas internos cuya validez es poco comprobable empíricamente.
Pero desde las vanguardias históricas de principios del siglo XX hasta la globalización digital, el escenario cambia radicalmente. Con las imágenes débiles y transhistóricas de las vanguardias (un cuadrado negro, un mingitorio, una espiral), el arte se desprofesionaliza, se democratiza y se vuelve un gesto posible al alcance de cualquiera (aunque en esa democratización se vuelve anti popular; el arte popular, esgrime allí mismo Groys, es anti democrático).
Con la generalización de actividades en las redes sociales ya todos ponemos a circular imágenes débiles que en poco se diferencian de una obra de arte postconceptual. Entonces la pregunta fundamental sería, ¿cómo reconocer ahora un objeto artístico entre todos los objetos visuales circulantes? ¿Qué sería el arte hoy, allí donde el universo entero estaría sujeto a las necesidades del diseño? Y de un diseño que, incluso, en las redes sociales alcanza al mismo sujeto, vuelto ya una pura representación de sí mismo en constante construcción y reconstrucción. La irresolución entre esencia y apariencia, antiguo brete metafísico, bascula ahora hacia una pura apariencia que, paradójicamente, instala la duda sobre sí misma y se revela como una verdad posible. Con la muerte de Dios anunciada por Nietzsche en el siglo XIX, el diseño del alma buscado por las religiones es reemplazado por el diseño del cuerpo, lo único que queda. Todo, ahora, es diseño, la representación haciendo metástasis y su correlato en el pensamiento conspirativo. Y aún la inmortalidad imprescindible para alcanzar aquella perfección espiritual es sustituida por la garantía técnica de una repetición infinita (el video loop reemplazando a la repetición del ritual) en el mundo de la información digital. Allí donde antes estaban Dios y la naturaleza, sólo quedan el diseño y la especulación conspirativa.
A partir de estas ideas, Boris Groys desarrolla una minuciosa problematización de los cambios del estatuto artístico en la contemporaneidad. Replantea (y niega) las ideas de la estética kantiana y los postulados sobre el arte y la reproductibilidad técnica de Walter Benjamin, retoma la deconstrucción de Jacques Derrida, e incorpora la biopolítica foucaultiana al mismo campo del arte (tal vez uno de los puntos más interesantes y osados del libro). Los ensayos se articulan, con clara independencia temática,  sobre un trazado expansivo que va delineando un pensamiento dialéctico en torno a la producción artística en las transformaciones tecnológicas. Las antiguas relaciones del arte con la religión y la política, se intuye aquí, no han sido excluidas drásticamente por las tecnologías actuales, sino que han sido sustituidas por otras que ubican a la producción artística en el territorio de la biopolítica foucaultiana.
Los ejes que se van abriendo en los ensayos ponen en perspectiva diversos aspectos cruciales de las transformaciones del campo del arte en este nuevo escenario de la actualidad hipertecnificada del diseño como norma. En “Política de la instalación” pone en relación los modos curatoriales tradicionales de exhibición museística con las formas de la instalación, donde esta configuración de la obra en la que el espectador se introduce sería así un espacio de develación del carácter ambiguo de la noción de libertad soberana e institucional en el orden democrático contemporáneo. En “La soledad del proyecto” parte de la proliferación de planificación y presentación de proyectos en la actualidad, para pasar por la idea del proceso artístico, del archivo, y piensa la documentación burocrática y tecnológica como medio primario de la biopolítica moderna. En “Camaradas del tiempo”, se pregunta sobre qué es lo contemporáneo en el arte, pensándolo desde la tematización del tiempo improductivo, perdido, sustraído de la Historia: “es un arte que captura y exhibe actividades que tienen lugar en el tiempo y que no conducen a la creación de ningún producto definitivo”. En los siguientes aborda, entre otros temas, la proletarización y la alienación del artista contemporáneo, la búsqueda de la inmortalidad en un territorio atravesado por el arte y la política, los proyectos artísticos revolucionarios y la posibilidad de pensarlos en un momento marcado por el cambio permanente; Google y la reconfiguración del lenguaje más allá de la gramática abierta por el funcionamiento de sus motores de búsqueda, y otros que giran siempre en torno al pensamiento del arte en esta era de la producción artística masiva donde todos somos artistas y obra al mismo tiempo.
Volverse público, de Boris Groys, esgrime un pensamiento profundo y desestabilizador que muchas veces gana en la ambigüedad de sus posiciones, interrogando e interrogándose de forma constante. Los textos discurren con cierta ilación propia del devenir de un pensar como acto en curso, esbozando en el proceso contradicciones que abren el campo reflexivo al recusar de una simplificación declamatoria.

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