Libertad, igualdad y fraternidad, las célebres tres palabras que sintetizaron durante siglos los declarados objetivos de la Revolución Francesa no siempre fueron respetados por los propios revolucionarios. Para empezar, la fraternidad que supone hermandad entre todos los ciudadanos no se aplicó a decenas de miles de opositores al nuevo régimen, quienes fueron decapitados en la guillotina tras procesos sumarísimos más propios de totalitarismos que de democracias.
Respecto del significado profundo de la Revolución Francesa ha matizado el sociólogo español Manuel Morillo diciendo que “el 14 de julio se ‘celebra’ la transición, violenta, del absolutismo tiránico borbónico, que sometía Francia, al totalitarismo tiránico republicano. Porque la Francia oficial y su política ya estaban guiadas por la Revolución, al menos, desde el siglo XVI. Los filósofos, politólogos, científicos y economistas, los denominados philosophes, minaban las bases del Derecho Natural, no desde las barricadas o el exilio, sino desde los palacios de la corte borbónica”.
Monjas sospechosas
Dos hechos vinculados entre sí por esta efeméride revolucionaria merecen ser recordados. El primero, la ejecución en la guillotina, el 17 de julio de 1794, de 16 monjas carmelitas del Convento de Compiègne, todas ellas declaradas beatas durante el pontificado de Juan Pablo II. Una vez que la revolución fue cooptada en sus fines y conducida en su estrategia por los elementos radicalizados que se deleitaban con las lecturas de Voltaire y que lejos de hacer realidad las célebres tres palabras del eslogan pretendían, en sintonía con lo afirmado por Morillo, sustituir a la familia real por otra casta dirigencial que, aunque menos noble que la anterior no por eso era menos ambiciosa, la violencia arreció en toda Francia.
Despojadas las monjas de Compiègne de su convento y prácticamente de todos sus bienes materiales, se dividieron en grupos y ocuparon cuatro domicilios particulares, continuando con la espiritualidad que les era propia. Y en medio de esas circunstancias tan adversas, ocurría lo que resultaba aún más revulsivo a sus verdugos: aumentaban las vocaciones a la vida consagrada, a tal punto que entre las 16 víctimas se hallaría una novicia de corta edad. ¿Su crimen? Bueno, lo propio de todo régimen despótico. Acusadas ante el Comité de Sanidad Pública, que pese a su elegante nombre no era más que una versión anticipada de la Gestapo que llegaría con el nazismo a Alemania, fueron allanados los domicilios en donde vivían y allí se encontraron libros de espiritualidad carmelita, escapularios con el Sagrado Corazón y hasta un retrato del rey Luis XVI recientemente ejecutado. Demasiado para los tolerantes y democráticos miembros del Comité, que acusaron a las monjas de fanáticas y ordenaron su sumaria ejecución. Son sólo un simple ejemplo de la matanza que tuvo lugar por aquellos años.
Primer genocidio
El segundo hecho se relaciona con la poco conocida Guerra de la Vendeé, que tuvo lugar entre 1793 y 1796 en toda una vasta región al oeste de Francia. Tema tabú durante casi dos siglos, en medio de los fastos organizados por el establishmet francés en ocasión del bicentenario de la Revolución, en 1989, el joven académico Reynald Secher, oriundo de dicha región, publicó Le génocide franco-francais, obra que pese a ser condenada de antemano al más absoluto silencio por la gran prensa y las editoriales más afamadas, logró aguarles la fiesta a quienes pretendían celebrar la efeméride sin fisuras ni cuestionamientos. En base a datos documentales irrefutables ubicados en archivos tanto públicos como privados, Secher no dudó en calificar la Guerra de la Vendée como el primer genocidio de la era moderna. Genocidio que tuvo víctimas y que tuvo victimarios, más allá de lo que la historia oficial estuviera dispuesta a reconocerlo o no.
Al respecto dice el historiador italiano Vittorio Messori: “Según el esquema comúnmente aceptado, el oeste de Francia se sublevaría contra el París de los jacobinos, empujado por los aristócratas y el clero que querían mantener sus privilegios. Es una mistificación, desenmascarada ya desde hace algún tiempo, pero todavía presentada en los manuales de escuela, frente a la evidencia de los documentos: éstos demuestran, sin que pueda haber dudas, que la sublevación empezó desde abajo, desde el pueblo, que a menudo, con su iniciativa, arrolló los titubeos del clero y de los nobles (muchos de los cuales prefirieron huir al extranjero en lugar de asumir sus responsabilidades). Insurrección popular, pues, y no ‘política’ –aunque acompañada de contradicciones y errores, como todo lo humano–, y ni siquiera ‘social’, sino fundamentalmente religiosa, contra los intentos de descristianización que una minoría de feroces ideólogos realizaba en la capital”.
El término genocidio parece apropiado por dos datos elementales. Por el número de víctimas, que alcanzaron las 250.000 en un territorio de no más de 10.000 kilómetros cuadrados. No fueron soldados, sino campesinos, incluyendo hombres, mujeres y niños. Lo segundo es que el plan de exterminio fue deliberadamente urdido en los gabinetes parisinos, con militares enviados especialmente para la macabra faena.
Pudo escribir el general Wastermann a París: “¡La Vendée ya no existe, ciudadanos republicanos! Ha muerto bajo nuestra libre espada, con sus mujeres y niños. Acabo de enterrar a un pueblo entero en las ciénagas y los bosques de Savenay. Ejecutando las órdenes que me habéis dado, he aplastado a los niños bajo los cascos de los caballos y masacrado a las mujeres, que así no parirán más bandoleros. No tengo que lamentar ni un prisionero. Los he exterminado a todos”.