La semana pasada, Jonathan Castellari fue golpeado por al menos siete hombres en el estacionamiento de un Mc Donald’s de la Ciudad de Buenos Aires. Terminó en el hospital durante varios días. La justicia todavía busca a los agresores, que hasta el momento no pudieron ser identificados. Ya dado de alta, escribió un texto que publicó en su Facebook junto con la foto que ilustra esta nota.
Jonathan es jugador de rugby de Ciervos Pampas, el primer equipo que reivindica la diversidad sexual, del cual El Ciudadano contó su historia.
Por la brutal agresión que sufrió el joven, los Pampas convocaron a una marcha frete al Mc Donald’s donde se vieron carteles de ley antidiscriminatoria ya y fuerza Jony. Marcharon desde el local de comidas rápidas hasta el frente del Sanatorio Güemes, en el que Castellari estuvo hasta el martes de esta semana.
El equipo de rugby @CiervosPampas convocó a una concentración en repudio a la agresión homófoba vivida x uno de sus integrantes. Jonathan fue atacado el viernes y aún se encuentra internado. pic.twitter.com/8GQJZHkXMg
— Agencia Presentes (@PresentesLGBT) 2 de diciembre de 2017
Los datos revelan un grave aumento de denuncias por violencias hacia personas Lgtbi. En lo que va de 2017, el Observatorio de Crímenes de Odio hacia la comunidad Lbtb de la Defensoría del Pueblo de CABA/ADPRA y la FALGBT (Federación Argentina de Lesbianas, Gays, BIsexuales y Trans) registró 61 casos de agresión con violencia física a personas LGBTIQ en el país. El año pasado, en cambio, según la misma fuente, se registraron 18 casos de ataques con violencia física (sin contar los asesinatos).
El Ciudadano reproduce completo el posteo de Jonathan.
Soy Jonathan Castellari, tengo 25 años y me crié en La Paternal. Siempre supe que era homosexual, sin embargo, traté de amoldarme a lo que la sociedad esperaba que fuera. A los 16 años, decidí contárselo a mi vieja pero me fui de casa escuchando su voz. Me decía: “Preferiría haberte abortado”.
Nací en una familia “tradicional” y en mi casa siempre se vivió el machismo: el sobrino que tenía que ir a debutar, la mujer que tenía que levantar la mesa mientras el hombre miraba el partido. Ni hablar si en la televisión aparecía una pareja de varones chapando: “Cambiá esta mi3rda”, “poné otra cosa”, “sacá a estos put*s”.
La adolescencia fue dura. En el colegio, el hecho de que no me gustara jugar a la pelota me convertía en un ser extraño: put*, maric*n, gay. Soportar el peso de la mirada de los otros fue siempre lo más duro: esa mirada que te hace pensar que lo que sentís está mal porque va en contra de lo que el resto considera sano. Mi viejo fue el único que me dijo: “No me importa lo que hagas entre cuatro paredes, siempre te voy a amar”. Pero mi viejo falleció cuando terminé la secundaria. Recordar sus palabras es lo que me reconforta cada vez que me siento discriminado.
El año pasado, conocí a Gustavo, mi novio, paraguayo del campo, rugbier de un equipo “tradicional”, lleno de prejuicios. Un día, hablando por chat, me mostró una foto de una conversación con sus amigos. Estaban burlándose de uno que había puesto “me gusta” en la página de Ciervos Pampas, mi actual club de rugby. Claro, Ciervos Pampas es el “equipo de rugby gay”. En su lógica, ese «me gusta» te convierte en put*.
Cuando le pregunté si participaría de un equipo como el nuestro, me dijo que no. Que sentía que “nos discriminábamos solos porque podíamos, tranquilamente, jugar en un equipo de rugby normal”. Lo que no se daba cuenta es que él, jugando en un equipo de rugby tradicional, no podía decir abiertamente que era homosexual. Yo, en cambio, había decidido sumarme a un equipo de diversidad sexual, sin prejuicios, para tratar de cambiar la mentalidad de los que piensan que ser varón es verse bien hombre, bien masculino, ser bien macho, cagarse a piñas, cogerse a todas. Salimos a la cancha con las medias del arcoiris del orgullo y, entre todos, luchamos contra la homofobia, la discriminación y la violencia.
Pero la semana pasada, volví a encontrarme con la homofobia cara a cara. Esa madrugada, con Sebastián, mi amigo, salimos de un boliche y fuimos a desayunar al McDonalds. Estábamos esperando el pedido cuando entró un grupo de ocho pibes. Primero empezaron a insultarme, después comenzó la pesadilla. Me vi en el piso, bañado en sangre, completamente indefenso. Me pegaban piñas y patadas, mientras me decían “comé por put*”, “tomá, put* de mierda”. Hay un grito que nunca voy a olvidar: “Hay que matarlo por put*”.
Pensé que me desmayaba en el instante en que intenté levantarme del piso y sentí que me ahogaba tragando mi propia sangre. Pensé que me mataban. Pensé que no iba a poder contar lo que pasó. En el local, no había personal de seguridad. No me ayudó nadie, salvo una enfermera que estaba ahí de casualidad. Fue la única persona que tuvo un acto de humanidad.
Me salvé. Hoy puedo contarlo. Pero hay algo que no dejo de preguntarme. ¿Qué habrán sentido otros adolescentes que todavía no pueden contar que son gays cuando vieron por televisión lo que me hicieron? ¿Habrán sentido que si «se les nota lo gay» los van a cagar a trompadas? ¿Que si eso pasa nadie se va a meter? Si te preguntás cómo podés ayudar a cambiar esta locura, educá, difundí, hablalo en tu casa, hablá con tus amigos, con tus hijos. No te calles, no seas cómplice. La homosexualidad no es una enfermedad y la homofobia es una forma de odio que se inculca mediante la discriminación. Ser gay es algo innato en nuestras vidas: queremos vivir sin tener miedo de salir a la calle.