“Así se hace patria”, celebró el martes pasado el presidente hondureño, Porfirio Lobo, al hablar ante el Congreso de su país, a dos días de cumplir su primer año en el cargo. La grandilocuencia de la frase coronaba el inicio del proceso de reforma de la Constitución que permitirá la reelección del presidente.
El orador Lobo y gran parte de los diputados que escuchaban habían gastado palabras en junio de 2009 para justificar el derrocamiento de Manuel Zelaya, quien se había embarcado en el último tramo de su mandato en un intento de reforma constitucional para habilitar la reelección.
Zelaya, un hombre del tradicional Partido Liberal que había integrado a Honduras al Alba chavista, trataba de eludir un estricto corsé fijado en la Constitución vigente desde 1982, y que establecía en su letra “la prohibición para ser nuevamente presidente de la República”. Ello formaba parte de los artículos “pétreos”, inmodificables, pero que ahora resultarán líquidos si los hondureños dan el sí en el plebiscito aprobado el pasado 11 de enero y que deberá ser ratificado por dos tercios de los votos parlamentarios del nuevo período legislativo, inaugurado el martes último.
Zelaya lo tenía difícil. Entre otras cosas, chocaba con un Parlamento dominado por los partidos Nacional (de Lobo) y Liberal (el suyo, pero opositor). La única vía que le quedaba era incentivar una vieja arma de la política, el “operativo clamor”, para empujar al Congreso a encontrar la vuelta jurídica necesaria. Un clamor que, al parecer, y golpe de Estado al margen, era un poco débil para aspiraciones tan osadas.
La convocatoria por parte de Zelaya a un plebiscito no vinculante –“encuesta” en sus términos– sobre la reelección fue suficiente argumento para que se llevara a cabo el golpe de Estado del 28 de junio de 2009, el mismo día en que estaba planeado el referendo. “Traición a la patria”, enarbolaron los golpistas que instalaron a Roberto Micheletti, un caudillo liberal y jefe del Parlamento a quien Zelaya había derrotado en elecciones internas. Se activaría entonces la farsa legalista, la renuncia apócrifa del mandatario antes de “partir” a Costa Rica, y la parodia de debate sobre si sacar del país a punta de fusil, en pijama, a un presidente electo, constituía un golpe de Estado.
Repasar los dichos del propio Lobo (quien ahora jura que él no hará uso de la posibilidad de reelección, que deberá ser ratificada y definida en sus términos por el nuevo Congreso que entró a regir el martes último) o de otros dirigentes hondureños no agrega mucho más a lo que se sabe de quienes hoy detentan el poder en Honduras. Aquí un ejemplo: “Hoy hemos llegado a entender que el pueblo es superior a nosotros los diputados”, reflexionó el presidente del Congreso, Juan Hernández, miembro del Partido Nacional, formación que llegó al gobierno mediante elecciones convocadas por Micheletti y con Zelaya en el exilio.
Más allá de Honduras, la obscenidad de lo ocurrido invita a la reflexión sobre la necesidad de evitar el doble discurso a la hora de evaluar la calidad de la democracia en América latina.
Por caso, serían más eficaces los cuestionamientos al Chávez que se tienta con leyes de censura, que quita poderes al Parlamento o a las intendencias en manos de la oposición, si no se omitiera la condena a los graves pecados de Álvaro Uribe o a la bizarra experiencia hondureña. Tal demostración de coherencia no resulta imposible. Por caso, Sebastián Piñera, aun presionado por el ala pinochetista de su alianza, no dudó en calificar como “golpe de Estado” el derrocamiento de Zelaya, aunque luego reconociera la legitimidad de Lobo, rompiendo el consenso del Cono Sur.