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Los Brujos: los Glober Trotters del fútbol

Cada uno jugaba un rato endemoniado y feliz hasta que uno se la sacaba y otro hacía lo mismo.

Te soy honesto, siempre fui un morfón: nunca levanté la cabeza para dar un pase, no me importaba nada, salvo seguir con la pelota hasta que un codazo me parara. Era hábil e improvisaba, dos condiciones para encarar.  Egoísta, además. Por eso no duré en ningún club. Reconocían mi magia, se quedaban asombrados, pero parloteaban estupideces tales como que el “juego es participativo”. Mariconadas. “Aprenda a compartir, Anselmi”, repetían los demás fracasados progresistas. Un carajo. Mis padres se desesperaban, veían en mí su salvación para cambiar del techo de chapa a uno de material pero no les daba el gusto.

De vez en cuando, para que no me molesten daba un pase de gol, asistía a un compañero que al verse sorprendido no llegaba a la pelota o bien se le iba por debajo de la suela. Era mi momento para recriminar. Aquella bronca se me fue yendo. Demasiado abstraído estaba en el fútbol arte como para discutir.

Entré en el  Mundo Silencioso. ¿Cómo explicarlo? Para mí es juego de uno contra uno. Uno contra uno mismo digo. Todo lo otro, las piernas de enfrente, el mal pique de una cancha absurda, el achique de un gordo arquero que sale desesperado, son detalles. Para mí el fútbol no era total ni de conjunto ni de grupo: el fútbol era crear, inventar sobre la marcha y olvidarse hasta del gol, esa cosa improvisada, ese gesto impostado de la naturaleza, ese vuelto chico que nos dona la caridad; ese mal menor que hay que soportar con abrazos, delirios y olor a sudor. ¿Qué otra cosa que una eyaculación precoz, un error premiado es el gol? ¡Ah, si hubiesen visto lo que hacíamos con Los Brujos!

¡Aquél semillero de demonios sobrenaturales con quienes nos juntábamos a elaborar y practicar estas teorías! Jugábamos entre, por y para nosotros. El arquero no existía, como no existían los arcos, las señales de los centros y los pases heroicos. Éramos como bailarines solitarios quienes al perder la hembra a la cual estaban aferrados no les quedaba otra que bailar ese luto con una pelota. Los Brujos. Jugadores de variada ralea y barrios exóticos. Ni divisa teníamos y los relatores, los hinchas, los fanáticos, nos parecían todos unos pelotudos. Encima hasta se mataban por un resultado. Pobrecitos. Fue de casualidad, aunque no creo en ella, que nos fuimos juntando.

Primero como un enigma: no soltábamos la pelotita a cualquiera y si veíamos en el otro a un enfermo como nosotros, entonces nuestros corazones saltaban como un conejo y se ponían a dibujar y dibujar. Que para eso Dios nos trajo al mundo. Para jugar. En ese tiempo estaban de moda los Glober Trotters: eso éramos; en esa negrada insolente y graciosa nos veíamos reflejados, solo que a nosotros, más desarrapados, más viles y endurecidos, jamás se nos hubiese ocurrido juntarnos alrededor de un negocio para que la tribuna aplauda como idiotas. Íbamos al fondo de los campitos, sin hacernos ver, a practicar nuestro arte. Así. Era así. No recuerdo haber ganado campeonatos, creo que uno allá por Alberdi pero ni me acuerdo. Ni fuimos a buscar el premio y dicen que hasta salimos en el diario porque estábamos invictos y con quinientos goles, no sé. Pero eso no tiene importancia alguna. No usábamos arquero fijo, no competíamos, no nos saludábamos. Éramos, creo, según mis humildes lecturas, samurais rosarinos.

Peleábamos para un reino sagrado invisible, ese que está entre la bruma de los cañaverales, a las ocho de la mañana, en la canchitas de la Nada, cerca de los zanjones donde las ranas cantan y la pelota  esquiva a los saltos esa hondura de mugre que la ofende. Jamás viajó por torpeza a esos pozos sucios; la amábamos. La segunda condición no escrita era el no hablar ni pedir el pase, menos aún gritarse. Cada uno jugaba un rato endemoniado y feliz hasta que uno se la sacaba y otro hacía lo mismo y así. Como una payada con pelota. Levantadas con el hombro, llevadas con el pecho, caminatas sobre el empeine era lo habitual. A veces se paraban de los camiones para mirarnos o algún desprevenido con un grupo se nos animaba a un desafío. Ni me acuerdo qué le decíamos. El tiempo, ese brillo raro que encandila un día, nos fue quemando a todos: una tarde uno de nosotros se fue hamacando, llevándola con la rodilla hasta hundirse en el mismísimo averno. Porque no vino más. Claro, después supimos que lo habían matado de un puntazo cuando ya estaba loco, como a diez cuadras de nosotros y aturdido de felicidad porque la pelotita nunca tocó el suelo. Y lo vieron fácil y se la dieron. Entonces, ¿Que más hacer? ¿Velarlo? ¿Dar un pésame al aire de la pampa en su nombre? Nada, hubo que irse, desplegarse por el mundo sin siquiera decir adiós y nunca más pisar cancha alguna: un soldado caído así con la bajeza espuria del mundo ajeno nos selló el candado de la libertad y nos separamos sin decir ni gracias, ni chau, ni nada.

Los Brujos. De algunos supe que se fueron con un circo chino que pasó. Otros se casaron. Yo lustro muebles y silbo a Charly. Una mañana entra un tipo y al toque lo  reconozco como a uno de los nuestros. Para joder, a modo de saludo, le tiré el taco de madera y el tipo, lejos de correrse o esquivarlo, lo paró con el empeine, hizo una veintena de jueguitos y lo devolvió limpito para que mi mano lo cachaze. “Que hacés, ¿sos vos?”, me dijo. Y yo, tras treinta años de no vernos, solo le respondí con una pregunta: ¿Cómo va la cosa?… siempre igual, no? “Siempre igual”, me contestó. Y se prendió un  cigarrillo.

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