Andrés Calamaro, uno de los más destacados integrantes de la generación que el rock argentino alumbró en la década del 80, cumple hoy 50 años, con una carrera prolífica y despareja, y una lírica fuerte y fecunda. Calamaro integra esa camada de artistas que apareció en los años de modernidad del rock argentino junto a Gustavo Cerati, Fito Páez, Federico Moura y Luca Prodan, quienes entregaron brillantes discos, grandes canciones y ejercieron una poderosa influencia para varias generaciones de argentinos.
En sus comienzos, con Los Abuelos de la Nada, grabó cuatro discos y dejó en la memoria colectiva varios hitos cancioneros como “Mil horas”, “Así es el calor”, “Sin gamulán”, “Lunes por la madrugada” y “Costumbres argentinas”. Luego de su ida de Los Abuelos, en el 86, profundizó su camino en solitario, que había iniciado con sus discos Hotel Calamaro (1984) y Vida cruel (1985), pero se alejó de la new wave y comenzó a acercarse a un rocanrol más crudo.
Así decidió armar un grupo con tres guitarristas: Ariel Rot, Gringui Herrera y Julián Petrina. En ese devenir descubrió a Lou Reed, Bob Dylan y Tom Petty, pero también al viejo rock argentino de Manal, Vox Dei, Moris, Los Gatos y Pescado Rabioso.
Todo este bagaje fue volcado por el cantante en Por mirarte (1988), un disco notable que fue reivindicado mucho tiempo después y en el que participaron figuras como León Gieco, Daniel Melero, Bahiano y Mavy Díaz, entre otros. En plena hiperinflación alfonsinista y levantamientos carapintadas, Calamaro grabó un disco cuyo nombre lo decía todo para un argentino: Nadie sale vivo de aquí (1989), considerado entre los 30 mejores del rock nacional porque contiene grandes canciones como “Con la soga al cuello”, en la que canta Vicentico; el chotis “No tengo tiempo”, “Dos Romeos”, “Adiós amigos adiós” y “Señal que te he perdido”. También se destacaba la que hablaba a las claras de esa Argentina convulsionada de finales de los 80, “Nuestro Vietnam”, en la que se repartía frases con Cerati y Páez, y en la que trazaba un poético paralelismo entre la situación local con lo ocurrido en ese país asiático a lo largo de décadas.
A pesar de que fue un CD aclamado por la crítica, no tuvo éxito de ventas y ante la decisión de las discográficas de rescindir contratos con artistas locales, Calamaro emigró a España. Allá, donde Ariel Rot tenía ya una reputación ganada, formó junto al otro guitarrista de Tequila, Julián Infante, a Guillermo Martín y al baterista Germán Vilella, Los Rodríguez, banda que volvió a parir el rock español que en esos momentos se debatía entre horrorosos engendros pop como Mecano y Olé Olé, y grupos de rock en sátira como Pabellón Psiquiátrico y Los Toreros Muertos. Inmediatamente, Los Rodríguez se transformó en una sensación y Calamaro volvió a escribir un himno popular como fue “Mi enfermedad”, en un muy buen primer disco titulado Buena suerte.
En ese registro, Calamaro y Rot asimilaron las influencias del nuevo flamenco español que elaboraban artistas como Pata Negra, los hermanos Amador, Camarón de la Isla y Tomatito, y lo mezclaron con el rock para parir un hit rumbero como “Engánchate conmigo”, abriendo una vertiente que fue copiada hasta el hartazgo.
Con Buena suerte recorrieron España donde se consagraron, algo que le permitió a Calamaro regresar a la Argentina, “graduarse”, y que el público percibiera su categoría artística. Sin documentos, el segundo disco del grupo, tuvo un éxito notable, pero la lírica de Andrés quedó en evidencia en gemas como “Especies que desaparecen” y “Mi rock perdido”, donde el poeta fértil pone en evidencia la riqueza del trazo de su pluma.
Apenas consumado el confuso final de Los Rodríguez, Calamaro se embarcó en una nueva etapa solista en la que editó CDs como Alta suciedad (1997) y el notable doble Honestidad brutal (1999), cuyas giras lo embarcaron en un camino de excesos que lo llevó a recluirse.
Tras la publicitada separación de su esposa Mónica, se encerró en un petit hotel de Recoleta, y en su estudio casero le dio rienda suelta a su furia compositiva durante meses, acompañado sólo por amigos como Cuino Scornik, Jorge Larrosa, Bebe Contempomi, Guido Nisenson y Gringui Herrera, entre otros. Entre composiciones propias, tangos versionados a su manera, covers de rock e instrumentales (los amigos dicen que durante esos meses llegó a grabar más de 200 canciones), obligó a sus discográficas Dro y Warner a editar El Salmón (2000), un disco quíntuple. Esa obra oscura, despareja e inabarcable muestra a un artista desgarrado por su divorcio, harto de las injusticias de la industria musical, saturado de drogas y alcohol, pero también expone a un gran creador, un compositor de notables canciones.
Tras cinco años de encierro y gracias a gestiones de Gustavo Cordera y la Bersuit, Calamaro abandonó su exilio interno y volvió en una serie de exitosas presentaciones que le permitieron a un público masivo y fiel, conseguir la recuperación del artista.
También se reunió con Litto Nebbia que le produjo el hermoso y subvalorado El Palacio de las Flores, al que siguieron dos discos: La Lengua popular y On the rock, con los que retomó las giras por España, Argentina y México con notable convocatoria, poniéndole raíces a un buen presente artístico al que endulzó más con el nacimiento de su hija Charito.
Si su carácter se lo permite, Calamaro, seguramente, seguirá grabando buenos discos, que acrecentarán su categoría de artista esencial del rock argentino, que también cumple por estos meses 50 años de recorrido.