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Los cómplices, los despiadados

Claudia Piccinini, al frente de un profuso elenco, dirige “Caída libre. Final de obra”, del rosarino Ariel Zappa, un espectáculo ingenioso que pone en jaque los límites y las contradicciones de un grupo de vecinos frente a un hecho trágico.

Caída libre. Final de obra 

Autor: Ariel Zappa
Dirección: Claudia Piccinini
Actúan: Soledad Palomeque, Romina Bozzini, Emiliano Marcos, Raúl Santángelo, Mariano Moreno, Mariana Valci, Silvina Scarpolini, Jorge de la Rosa
Sala: La Sonrisa de Beckett, Entre Ríos 1051, sábados a las 21

“Sentóse a descansar como si fuese un príncipe/ comió su pan con queso cual si fuese el máximo/ bebió y sollozó como si fuese máquina/ danzó y se rió como si fuese el próximo/ y tropezó en el cielo cual si oyese música/y flotó por el aire cual si fuese sábado/ y terminó en el suelo como un bulto tímido/ agonizó en el medio del paseo náufrago/ murió a contramano entorpeciendo el público”. La letra de “Construcción”, de Chico Buarque, se vuelve una trompada en la boca del estómago, un vacío, un silencio atronador, la más sensata de las resoluciones, la precisión de las palabras justas.
Caída libre. Final de obra, trabajo estrenado por la talentosa actriz, directora y docente Claudia Piccinini a fines del año pasado y repuesto recientemente, al frente de un atractivo elenco, desnuda un problema de alcance social: el estado de indefensión en el que trabajan algunos obreros de la construcción. Pero, sin lugar a dudas, va un poco más allá: evidencia el descompromiso, la disociación social, la apatía para con el otro, con lo que le pasa a aquél al que se presume “diferente”. Por este motivo, el espectáculo abre un debate que, paradójicamente, describe una problemática que se cierra en sí misma casi con la misma imprudencia con la que un grupo de vecinos esconde sus conflictos y atroces realidades debajo de la alfombra de la puerta de su casa.
En un vecindario conviven (como pasa en la realidad) ciertos estereotipos sociales. Un albañil (el disparador fue un hecho real), en el más imprudente de los abandonos, trabaja en la altura hasta que, por no contar con las más mínimos condiciones de seguridad, cae el vacío y muere. Sin embargo, ese es sólo el disparador: allí comienza un gran debate para desentrañar qué se hace con “eso” que yace en el piso, quiénes deben hacerse cargo de las muertes injustas.
Se trata, como tantos, de un grupo de gente hecha de “preguntas sin respuestas”, y en ese fárrago de preguntas comienza a revelarse una serie de interrogantes del mundo moderno en el que, por elevación, se patentizan problemáticas universales como el poder absoluto de unos sobre otros, qué pasa con aquello que es impuesto, dónde derivan la mentira y el ocultamiento y por qué la soledad prevalece como único consenso frente a las contradicciones de las creencias, la locura inevitable y la abulia destructiva como signos de estrepitosa contemporaneidad.
Como pasaba con El precio de un brazo derecho, proyecto experimental y colectivo sobre el trabajo que dirigió Vivi Tellas, el que trabaja es aquí el sacrificado, el anulado, el sujeto que se vuelve objeto, en una de las más simples y al mismo tiempo contundentes metáforas del montaje.
Con una estructura narrativa y un modo de construir-deconstruir los personajes que recuerda el estilo del dramaturgo catalán Sergi Belbel (Caricias, Después de la lluvia), uno de los mayores hallazgos de este trabajo radica en la pluma de Ariel Zappa, un escritor que se anima a regresar al texto dramático (y al verso) y que elabora una estrategia inteligente, sin grandes pretensiones, que si bien transita un camino a la tragedia por algunos lugares comunes no reniega del humor para ponerlo al servicio de la denuncia.
Del lado de los actores, y dado el gran empeño puesto desde la dirección por lograr un registro de actuación unívoco frente a un elenco numeroso, hay en el espectáculo momentos corales de gran efecto y, también, soliloquios que operan como escapes a lo colectivo, donde, por oficio, se destacan Raúl Santángelo, quien compone al ambiguo Ricardo desde el hastío y el doble discurso, y frente a él, entre otros, Romina Bozzini, quien encarna a Viviana, una estudiante de medicina que representa, en cierto modo, una precaria reserva moral destinada a la pérdida.
De todos modos, el resto del equipo actoral, integrado por Soledad Palomeque, Emiliano Marcos, Mariano Moreno, Mariana Valci, Silvina Scarpolini y Jorge de la Rosa, juega pasajes de gran efecto en el contexto de una puesta en escena austera en su concepción pero evocadora desde lo espacial, apoyada por un oportuno universo sonoro y audiovisual. El trabajo sirve, también, para plantear qué representa la muerte (cuánto vale una vida), cuál es el destino del “becerro de oro” del presente, cuáles son los alcances de los derechos del otro (si se parte del concepto de que existe un “otro”), y qué extraño fenómeno gestan las sociedades modernas con aquello que no se quiere asumir como responsabilidad propia, con ese que, como pasó con el “linchado” David Moreira en la zona sur de la ciudad,  “terminó en el suelo como un bulto tímido”, agonizando y muriendo frente a la mirada de los cómplices, de los despiadados.

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