Bastante ruido viene haciendo La cordillera, la tercera película de Santiago Mitre luego de su participación en el prestigioso segmento Un Certain Regard, de Cannes, en el último mayo. Su realizador y actores y actrices –no siempre los mismos– acompañan el film en su estreno en el interior del país y la prensa se ocupó de modo especial.
La comparación que algunos hicieron respecto a que algunas características del personaje que interpreta Ricardo Darín, el de un presidente argentino llamado Hernán Blanco, son comunes a las del actual mandatario no se sostiene salvo que haya de por medio un imaginativo enlace a lo peor de cada uno, pero también es algo que podría caber a otros que ocuparon el sillón presidencial. Pero fue un buen motivo para que se hable de La cordillera. Suma al mismo tiempo la política como tema, con un formato que coquetea con el thriller como algo que atañe particularmente a sus turbulencias y, seguramente, a los tiempos políticos de toda Latinoamérica.
Entonces, La cordillera es una película que despierta la curiosidad, sobre todo para quienes no vieron El estudiante, la ópera prima de Mitre, ni Paulina, su versión de La patota de Daniel Tynaire, su segundo opus, porque para aquellos que sí lo hicieron, la sensación sobre los créditos finales es que la recurrencia a lo sobrenatural que campea la segunda mitad fue solamente el intento de una salida apurada a un guion que indefectiblemente se mordía la cola. Pero ese recurso queda a mitad de camino, apenas esbozado, lo que hace ver todo lo demás en la misma línea de sus dos películas anteriores: una historia y tratamiento clásicos para finales nada arriesgados sino consecuentes con una materialidad anodina, previsible, peligrosa para un relato que habla de política y poder. Claro, son puntos de vista, pero de eso se trata un relato cinematográfico.
El plano secuencia con que se inicia La cordillera, donde se sigue a un técnico que viene a hacer una reparación a la mismísima Casa Rosada, da un aire primerizo de thriller, de que ese inocente empleado es dueño de alguna artimaña para penetrar allí y perpetrar algo, toda vez que los filtros de seguridad que sortea son excesivamente celosos con su presencia. Pero allí queda la cosa hasta que de lleno el espectador entra en una discusión entre los miembros de la mesa chica del presidente: el primer ministro, la secretaria privada y algunos pocos funcionarios del gabinete. De lo que se habla es de la supuesta amenaza que hace el ex yerno del presidente sobre develar secretos de corrupción que involucrarían directamente a este último. Pero la polémica situación concluye pronto, una vez que el primer ministro y el mismo presidente deciden concentrarse en la cumbre de mandatarios latinoamericanos que se llevará a cabo en Chile y que será, nada menos, que la piedra basal de una especie de mercado común para la explotación de petróleo de los países que participen, a instancias del socio fundador, Brasil, que se impone geográfica y demográficamente.
En realidad, el asunto de la denuncia por corrupción queda en estado larval, hasta que más luego irrumpa de la forma menos pensada. Que el petróleo sea la motivación para esa alianza es un hallazgo, ya que hoy la explotación está en manos extranjeras en todos aquellos países de este orbe que tienen pozos; algo que abre las puertas a las intrigas entre el presidente brasileño, cuyo fuerte es la defensa de una zona libre de interferencias –sobre todo de Estados Unidos–, y el presidente argentino –que tendrá un rol ejecutor–, y el mexicano, que fogonea para el lado norteamericano. No es difícil aquí hacer paralelismos con aspectos de la realidad contemporánea: una mujer es la presidente chilena –salvo por el color de pelo bien puede verse a una Bachelet–; el trepador y acomodaticio mexicano –¿un Peña Nieto?–, un advenedizo que hizo su campaña con el slogan “Un hombre como vos”, es el argentino –ahí podría trazarse algún paralelo con Macri; luego, el tratamiento de los asuntos oficiales que los reúne en ese universo aparte del mundo, un hotel en el medio de los Andes nevados, que será el escenario donde parece dirimirse el próximo destino latinoamericano, poblado de una heterogénea gama de presiones para jugar en una u otra cancha. Aquí, claro, el presidente argentino tendrá un lugar fundamental en el campo de juego, que de eso se trata esta propuesta, de cómo los vaivenes que deciden las políticas públicas de un país se sustancian en una puja cuya aguja se inclina hacia el mejor postor.
Allí entonces, cuando todo eso está ocurriendo, hace su aparición la hija del presidente, a quien éste mandó traer agobiado por la situación de las denuncias de su ex yerno y de cómo esto influye en la joven, que carga una psiquis algo frágil. Esta ruptura con ese orden de pura intriga política rumbea para otro lado con la conducta que expresa la hija, que de un momento a otro lanza un sillón por la ventana, que un plano toma hundiéndose en la nieve del exterior como un presagio de lo que vendrá.
A partir de aquí, el misterio se acrecienta e hija y padre –en el contexto de los negociados de la alta política– van enredándose en sus pareceres, en lo que cada uno cree del otro y en lo que se piensa que el otro quiere hacer para joderlo. Un psicólogo, mediante la práctica de hipnosis, desatará en la joven una memoria candente que la hará soltar peligrosos recuerdos para su padre. Como se dijo más arriba, estos atajos obligan a pensar en algo oculto, más afincado en lo fantasmático que en cualquier hecho real. Cuando entrevista al presidente argentino, una periodista española le pregunta si piensa que el mal existe. La respuesta será una directa alusión al diablo. Alusión que se convertirá en un modo pueril de justificar los dilemas del presidente en los tramos finales del film.